Fundación FILBA

  1. EN
  2. ES /

Archivo

El espacio industrial

Bitácora

El espacio industrial

Por Oliverio Coelho

Luego de cuatro días de actividades, el Filba Nacional 2012 se despidió con una lectura colectiva de textos escritos a partir de recorridos por diversos puntos de la ciudad de Bahía Blanca y de Ingeniero White.

1
No hay ciudad que no se caracterice por la sustracción de cierto tipo de objetos y por el modo de caminar de los habitantes y los perros callejeros. Cuando aludo a la sustracción hablo directamente de agujeros negros que se instalan en autos, combis, camiones, y especialmente en las salidas de los cines, los aeropuertos y las terminales de micro. En ciertas ciudades italianas como Venecia o Roma, estos agujeros abducen el calzado de la dama. En alguna ciudad asiática los agujeros se ponen en marcha en invierno, como turbinas, y sustraen guantes y paraguas.

Potencia insaciable, movimiento natural para crear vacío, llámenlo como quieran. Ese régimen de abducción está tan poco explorado como la reproducción de algas en las fosas abisales: ahí se gesta otro vacío, el marítimo, para criaturas ciegas que viven la noche eterna de la creación.

Sobre el nivel del mar, cuando desaparece un objeto, se produce vacío atmosférico. Desde que llegamos a Bahía Blanca, en adelante B.B., la ciudad no dejó de abducir mochilas. Me sorprendió identificar tan pronto ese objeto que agrupa la historia de las pulsiones de un lugar. No me voy a detener a analizar la morfología del objeto en cuestión. No existe sintaxis del sentido ni demostración para explicar por qué una ciudad se ensaña con las mochilas y no con las corbatas o las lapiceras de los forasteros.

2
La primera mochila en desaparecer fue la de Mauro Libertella. Ni siquiera podríamos decir que se la olvidó. En tal caso la abducción habría estado justificada, o al menos inducida por un acto de distracción. Fue absorbida, con su DNI y libros, a secas, y metabolizada durante el trayecto al hotel.

Que un Libertella, apenas llegados, fuera la primera víctima, habla de la memoria de B.B. El ánima de una ciudad tiene prioridades, no perdona a los que vuelven a la tierra del padre: cobra la calidad del linaje, ese plus que en el ajedrez determina una luz de ventaja. Los que heredan un linaje son la presa inicial de B.B. o cualquier ciudad.

El dueño de un hallazgo también paga un precio. El peso de un secreto, esa avaricia irreversible propia del voyeur, en cualquier caso es un precio grato o deseado desde mi punto de vista. Pero cuando el precio es la victimicidad, todo cambia: el secreto se vuelve en contra. La siguiente mochila en desaparecer fue la mía.

Retrospectivamente me parece lógico y hasta veo en mi negligencia una causa eficiente. Haberla dejado en el guardarropas del club UNO, como si en espacios pequeños y cerrados los objetos no pudieran esfumarse, es ingenuo. Si algo desaparece se debe a que ha perdido amparo en el espacio, y lo que el guardarropa de un club presenta es un espacio cautivo, un espacio sustraído, y por lo tanto es la boca del desamparo, una fosa abisal en miniatura.

3

Con cada mochila abducida se pierde la posibilidad de una descripción. Si vine a B.B., se debe a la necesidad de ganar una descripción. A medida que aumenta esa carencia, crece de manera proporcional la ilusión de que todo viaje deja un sedimento. Según mi hipótesis, revolviendo esos sedimentos, uno puede dar con descripciones mutiladas que hay que cuidar y sanar. El escritor, entonces, después de un viaje, se vuelve enfermero de su propio universo. Su intimidad es un asilo de descripciones enfermas, descripciones que gimen por un pan peronista y que desvelan.

Mi hipótesis, por supuesto, es indemostrable. De hecho, desde que no tengo mochila y deambulo en traje de baño por BB, empiezo a fortalecer una teoría, una teoría irrefutable: los viajes deparan descripciones sólo para escritores sin atributos, burócratas del exotismo. Después de viajar, uno puede renunciar a revolver los sedimentos, uno puede renunciar a transformar la intimidad en un depósito de chatarra descriptiva. La nostalgia a la larga momifica. Incluso la nostalgia anticipada veda la aventura e instala una situación de goce interminable en el acto de hurgar la memoria: otro modo de esperar.

Por esto mismo, aunque Sonia Budassi intentó persuadirme de que estaba desabrigado para la aventura, salí a caminar de noche. El único desabrigado es el nostálgico. Ella no sabe que ahora soy un descamisado, pensé, no sabe que soy gigante.

Con la seguidilla de mochilas abducidas y cargadas de descripciones –encuentro acá lo positivo del flagelo–, me volví un optimista de la aventura, no de la aventura utilitaria que luego será sedimento, sino de la aventurilla impune. Sólo así uno puede estar a la altura de un descubrimiento y componer.

Llegué a pie a una zona de fábricas que echaban humo espeso y fuego por las chimeneas. Todo era metálico y ligeramente artificial, como en un acuario. El ruido de las máquinas, sublime, como si ahí nuevos dioses digirieran la fe del hombre peronista. Me acerqué a calentarme las manos y el torso desnudo en una chimenea. Recordé la fosa abisal, el vacío marítimo, el misterioso alimento que aleja de la luz a peces preparados para vivir sin ojos el día de la creación. Quizás ese alimento no existiera y fuera simplemente una variación del calor, como el que fumaban esas chimeneas. Las fábricas. Yo podría vivir y alimentarme bajo ese calor sin edad. Si hay en el mundo un intervalo, un purgatorio entre lo que está bajo y sobre nivel del mar, es el espacio industrial. Ese calor elaborado por miles de obreros vivos y muertos, produce un vacío irresistible, el centro de la civilización: el O. Ahí nunca podría ser de día. En el metal de una de las tantas chimeneas me vi reflejado. No cabía mi cara, ni la noche. El desplazamiento del humo imprimía en lo reflejado un rastro de lágrimas. Me pregunté si todavía me quedaría un hilo de voz, encajé la boca en la punta de una chimenea y sorbí esa sustancia infernal que el buen trabajador sabe metabolizar. Me tendí a dormir. O mejor dicho, tendí a dormir en el suelo mi nuevo cuerpo. Y mientras mi cuerpo descansaba, imaginé a obreros abrazándose al 0 de las máquinas, todo el paraíso tóxico cubierto de descamisados: por cada chimenea y cada llama, un descamisado. Quise hablar, pero solté una exclamación que anuló una descripción inminente, la materialización de una mochila llena de piedras. Algo ardía, entre el mar y la tierra. La memoria, o mejor dicho, el marco, la silueta de todos los objetos vueltos O en la fosa industrial.

Más archivos Oliverio Coelho