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Bitácora
El camino del alcohol #FilbaNacionalMDP2022
Por Fernanda Mugica
Como un mapa literario itinerante, las Bitácoras del Filba son las lecturas sobre experiencias específicas que cuatro escritores vivieron en el marco del festival. En este encuentro comparten los textos producidos sobre esa experiencia con Mar del Plata como la verdadera protagonista.
En 2005, Pablo Katchadjian publicó un poemario muy breve que se llama El cam del alc. Me gustan las abreviaturas porque son como una marca de tiempo que directamente taladra la palabra, la parte al medio, la deja por la mitad. Imagino que a las palabras de Katchadjian es el hipo alcohólico el que las corta. Pero también entiendo que a las palabras las corta o las acorta la ansiedad. El hipo es una contracción espasmódica, involuntaria, repetitiva que provoca una inspiración súbita de aire. El hipo es una enfermedad. Y con esto rompo una promesa que hicimos con Matías Moscardi que es no nombrar, cuando estemos los dos en presencia, ninguna enfermedad. Porque venimos de una seguidilla de males que nombramos y después aparecen, se hacen realidad. Y esto no es una superstición sino algo en las cosas, algo que Milita Molina nombra como una interferencia, un frufrú entre la palabra y su referente, algo material. Algo como que “las palabras toman cuerpo y nos impregnan y nos enferman o nos curan” –dice– y no se refiere sólo a Freud, sino a Henry James que pensaba que una mala influencia era una bebida venenosa que se toma en pociones.
Me pregunto cuánto tiempo se habrá ahorrado Katchadjian al acortar ese Camino del Alcohol que da nombre al libro, al volverlo “Cam del Alch”. Un Cam del Alch que se nombra siete veces en todo el poemario, en un montón de variaciones alcohólicas que para mí hablan de un estado de la mente, un estado de la mente cuando todavía quiere quedarse acá. Cito: “la propuesta es estar acá como sea”, “siete bolsillos en siete versos dan / cuenta del desastre es decir / de todo esto juntan todo lo que tienen y / se llenan los bolsillos de vasos de vidrio”, “trato de dejar de lado el sueño pero / veo que no puedo / estar acá como sea es decir / adentro del desastre”, “si lo entienden lo entenderían para / estar acá como sea / al menos con el cerebro”.
William Burroughs dice que el presente dura siete segundos. Si juntamos los siete hipos de Katchadjian, suponiendo que el tiempo es algo mensurable, o le pedimos al mago amigo de Guillermo Martínez que nos regale ese segundo extra para cuando queramos, en una de esas damos con otro presente, uno habitable, alguno que transcurra en paralelo, en algún tiempo propio. Alguno en el que se pueda estar. Porque de lo espasmódico, involuntario, súbito sabe mucho el tiempo que compartimos, que constantemente viene a cortarnos las frases, a predecir, a autocompletar, a dejarnos por la mitad. Como un hipo.
Mi mente –como la del poema de Katchadjian cuando bebe y empieza a hacer una fuerza enorme por quedarse de este lado– es una lid constante por no irse y, aunque no me guste la palabra, por no disociar. Es el tiempo de la ansiedad, tiempo que mi sobrina a sus cinco años llamó –en mi cumpleaños– irse a otro cumpleaños. El alcohol también es una forma de estar, una forma otra de la presencia. Por eso me gusta cuando un relato, una voz, un tono, un modo de estar en la frase, me traen de vuelta acá. Me devuelven al cuerpo. Y eso en el recorrido de ayer, en la visita a la destilería Kalmar, pasó dos veces. Hubo dos momentos en los que sí estuve. Escribir una crónica es difícil para alguien que sólo recuerda de memoria unos versos de Tamara Kamenszain que dicen “No puedo narrar / ¿qué pretérito me serviría si mi madre / ya no me teje más?”. Para alguien que no retiene, bah. ¿Acortar? ¿Para qué? ¿Ahorrarse el tiempo?
Entonces, hubo dos momentos. En el primero, Gloria pregunta dónde puede comprar ruanas. Mi madre tejía, tejía muchísimo, sin parar. Está siempre tejiendo en otra habitación en mi mente. Le hablo de Juan B. Justo, avenida de los tejidos, pienso en Mar del Plata “Capital Nacional del Pulóver”. Pienso que hay personas cálidas a primera vista, o a primer oído. En una visita a la destilería de Gin Kalmar, la bebida seca y amarga por excelencia, pienso en la dulzura y el abrigo.
El segundo momento es en el relato de Pablo, un marplatense que junto con su esposa Déborah, fundó en plena pandemia la primera destilería de gin habilitada en Mar del Plata. Su relato tiene la claridad de alguien acostumbrado a separar una sustancia volátil de otra que no lo es, es de una precisión que captura. Kalmar es una de las ciudades más antiguas de Suecia. Pablo siguió la tradición de destilar iniciada por su bisabuelo vasco y hoy su tarea es la alquimia. En pandemia, cuando con las primeras variantes del covid el gusto y el olfato peligraban masivamente, Pablo nos habla de su modo de guiarse que es sensorial. El gin es un derivado que en sus orígenes fue pensado como antídoto para el dolor de estómago, lo creó o descubrió el científico y anatomista Franciscus Sylvius, allá por el 1500. Sylvius destiló mosto de cereal a base de enebro. Pero en lugar de curar a sus pacientes los emborrachaba. La diferencia con la ginebra es que no tenés que hacer tu propio alcohol, dice Pablo. El gin usa alcohol tridestilado. Y lo que los hermana es el enebro. En Kalmar, se macera el alcohol con botánicos. Se hace alquimia. Como si fuese un té o un mate cocido. Una de las variedades de gin –la que más me gustó– está hecha a base de yerba mate. Entonces los botánicos desprenden todo su sabor y ahí –dice Pablo– empieza la magia. Maceración en frío, arrastre de vapor, el alambique separa el alcohol del agua y eso existe desde la época de los egipcios. Trabajan entre los 78 y 98 grados. Eso pasa por el capitel, sube el alcohol, esto de aquí se llama cuello de cisne y acá pongo el canasto con los botánicos macerados sesenta-treinta. Porque el otro treinta lo ponemos fresco. Y en la serpentina con agua fría se produce la química, de gaseoso se pasa a líquido.
Hay un cuento de los hermanos Green que se llama “El árbol de enebro” y hay una película en la que actúa Björk que es una relectura en clave feminista de ese cuento. Cuando fuimos brujas. En ese cuento una madrastra mete a su hijo en un baúl y lo transforma en manzanas. Su padre se lo come. Come y come y lanza las migajas bajo la mesa. Su hermana junta esas migajas con un pañuelo. Al mismo tiempo, aparece una niebla en un árbol y del centro de esa niebla sale un ave hermosa cantando
Mi madre me transformó,
Mi padre me comió,
Mi hermana, la pequeña Marlinchen,
Recogió todas mis migajas
Las ató en un pañuelo de seda,
Las puso bajo el árbol de enebro,
¡Kywitt, kywitt, qué ave tan hermosa soy yo!
Hay miles de referencias a los poderes mágicos del enebro. Hasta en la biblia. De transformaciones y alimentos, ¿la disociación no es un poco volverse migajas? Mi modo de guiarme también es sensorial, pero desde el oído. Me gusta que Pablo se diga alquimista en su tarea. Entonces ¿qué hacemos acá? Acá separamos un cuerpo, que se llama cabeza-corazón-y-cola la cabeza es lo primero que sale que suele arrastrar todos los aceites esenciales que tiene esa botánica y sale con gran fuerza eso lo cortamos porque suele poner turbio al resto del corazón. Y la cola es la resaca el agua que quedó de todo ese té que ya no tiene más alcohol. No hacemos nuestro propio alcohol porque no hacemos ginebra. El tridestilado que viene de Porta ya no tiene metanol. Si yo hiciera mi propio alcohol, y lo destilo, lo primero que saldría acá a la cabeza sería metanol y es veneno y eso hay que saberlo cortar.
Como una despótica reina Ginebra, algo en la alquimia de Pablo manda a cortar la cabeza de la substancia, para que no se enturbie el corazón. Sabe cortar. Corta la potencialidad venenosa del alimento mismo. Ahora que no es sólo el tiempo lo que se rompió y que todo parece estar fuera de quicio, me gusta pensar que habrá que oírlo, cortarlo a tiempo. Dejar que destile el veneno. Como la poesía, que por lo que se oye, sí, encuentra formas de estar todavía en medio de una frase. Me gusta estar en mitad de una frase, dice Milita. “Es un decir al medio, ya sabemos”. Tener pendiente una conversación, interrumpirse como dice Hemingway, para que el deseo de decir perdure al día siguiente.