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Filbita
El caballo de madera
Por José Sanabria
Filbita 2016: Literatura y migraciones
RECIÉN LLEGADOS
En este texto, el autor comparte historias familiares, miradas y sentimientos de infancia alrededor de alguien que llega, alguien que parte, o alguien que inició un viaje que dio inicio a nuevos relatos.
El pequeño se levantó sobresaltado por el sueño que ya era recurrente en las tardes y se dirigió con lentitud hacia el cuarto que su madre usaba como taller de costura. Su llanto era apenas perceptible pero conmovedor. La manera como se tapaba el rostro con las manos hacía que la madre lo tomara en sus brazos mientras lo llenaba de palabras tiernas. Ya en calma y cumplido el ritual de la tarde, el niño buscó su caballo de madera para dar el habitual paseo por la calle de tierra en donde se encontraría con los otros niños de la manzana. Pero no lo encontró. Buscó un poco y sin demasiado esfuerzo antes de volver al taller de su madre para saber dónde estaba el juguete. La mujer lo tomó en sus brazos de nuevo y le dijo que el caballito se había ido de viaje para reunirse con otras criaturas de madera, pues ese era su destino. El pequeño estuvo varios días pensando cuál sería el lugar a donde había viajado su caballo, y recordó que era un caballo construido con maderas lejanas, tan lejanas como la nave que él mismo había dibujado en una hoja de cuaderno a rayas. En ella soñaba con ser un pirata de esos que llegan a las islas y saborean el calor de la arena, luego de meses de tormentas y vientos del sur.
Entonces imaginó a su caballo en ese país, obligado a buscar un hospedaje en donde había otros recién llegados de lugares tan lejanos como el suyo. En ese sitio había un soldado de madera de la Siberia, una marioneta pakistaní, una deidad azteca y una familia de mamushkas con la pintura cansada. Entre todos se ayudaban, se daban información sobre los lugares útiles de la ciudad, y se alcanzaban un plato de comida de vez en cuando. El caballo encontró allí a otro caballo de madera y fue así como se sintió un poco menos solo. Juntos salían a galopar la ciudad para conseguir comida y para intentar develar el corazón de los locales.
Afuera de la pensión, las criaturas eran metálicas y vestían ropas cálidas para transitar el frío, ya parte de ellos. El caballo y su amigo sabían del invierno pero nunca habían vivido uno pues en sus respectivos países no había estaciones. Una de las cosas que más llamó la atención del caballo de madera fueron los árboles de la ciudad, sin hojas y con las ramas secas. Para qué tener tantos árboles muertos, pudiendo sembrar otros con flores de todo color, se preguntaba. Cuando llegó la primavera supo la razón, y fue un caballo feliz dando saltos por entre los floridos árboles de la ciudad.
Todavía en invierno, solía meterse en las tiendas de víveres o en aquellas donde los seres metálicos vendían los bártulos de la vida.
El caballo pronto se adaptó a la ciudad, y aunque nunca faltaba quién le recordara que él no era de metal, pronto entendió que ser de madera podía tener ventajas. En invierno no necesitaba tanto abrigo pues su espíritu era cálido y en verano soportaba muy bien el calor. Si llegaba a sufrir alguna herida o la pérdida de una de sus partes, fácilmente se regeneraba como árbol que era. Jamás su corazón se oxidaría por los efectos de la humedad ambiente, y mucho menos por los amores perdidos.
El caballo se quedó a vivir para siempre en el país de los seres metálicos y no volvió jamás al suyo, pues con el tiempo le fueron saliendo unas raicillas que no le permitieron partir.
El niño, por su parte, nunca olvidó el caballo de madera. Cada tanto, junto a su hermano mayor, fabricaba uno nuevo, pero la sensación al montarlo era diferente. Llegada la juventud, ocupó su cabeza en la difícil tarea de hacerse hombre, y por unos años guardó la niñez en un cofre de nogal que metió debajo de su cama.
Al crecer, abrió el cofre y quiso saber la verdadera historia del caballo de madera. Una tarde en que su madre había empezado a perder la memoria y amenazaba con cubrir de noche sus recuerdos, el hombre le preguntó qué había pasado en realidad con el juguete. Ella le sonrió, pasó el dorso de su mano por la mejilla del hijo y le contó que alguien había robado el caballo, y que ella inventó la historia del viaje para evitarle sufrimiento. Por supuesto el hombre atribuyó las palabras de su madre a la precoz enfermedad, y no creyó la historia del robo. Ese día decidió que era el momento de emprender un viaje en busca de su recordado caballo de madera.