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Eduardo Stupía habla y dice

Bitácora

Eduardo Stupía habla y dice

Por Claudia Massin

Durante esta semana literaria, no sólo se habló de literatura, sino que también se la produjo. Seis escritorxs realizaron una experiencia particular durante los días del festival, escribieron sobre eso y, en este encuentro, leerán los textos que se gestaron a partir de ella.

¿Qué le pasa a mi cuerpo cuando pinta? me preguntás.
El material me lleva, la materia. Llego al taller y si le toca al grafito ese día,
si me elige, será el grafito entonces el que me sostendrá la mano, 
me mantendrá el pulso firme como si me agarrara él a mí,
así no tiemblo ni tiemblan mis trazos,
será el grafito venido de las cuevas, arrancado gajo a gajo 
por mineros cansados, pescadores de lo áspero y lo seco,
para quienes será su captura del día esa piedra, 
la que me dirá por dónde ir. Yo seguiré el boceto que ella lleva adentro, 
que es el mismo que el mío pero distinto, y eso distinto
me salva, me da el olvido
de mí. Alrededor los libros, Botánica, Zoología, 
Paleontología, la historia de los animales, las plantas,
la tierra, la especie. Todo el universo
desde su origen va a entrar en el cuadro 
pero tal como yo lo veo, tal
como el grafito lo ve, como una sombra encajada en otra sombra,
confusa, igual a cada cosa que nos rodea, es decir, informe, 
porque las formas que creemos reales no existen, son un hueco 
que llenamos con visiones propias, con personas 
tan bien imaginadas que hasta parecen reales y eso 
no es tan diferente a dibujar:
la imaginación hace 
lo que la desesperación le dicta. La desesperación
de no quedarnos solos en un cuerpo, en una casa, 
en un taller antiguo, demasiado grande, 
derruido en parte pero hermoso 
precisamente porque está lleno de historias, de gente: 
todos los días te cruzás con el fantasma de un guerrillero
de Sendero Luminoso que allá por los 70 vivió aquí mismo,
con el fantasma vivo de un hombre enfermo en bata, 
con el fantasma de un vigilante que como todo vigilante 
está siempre muerto, aun en vida. Yo veo
lo que hay detrás de las formas, lo único
que en realidad existe, lo que nos cuida, nos acompaña, eso 
trato de mostrarte: trazos perdidos buscándose, nosotros mismos
abrazándonos, perdiéndonos, creyendo en la ilusión de una cara
con los ojos vendados a la izquierda del cuadro, al lado
otra cara que te mira, una figura humana 
que se sale del plano como si escapara, como si yo quisiera
dejarla escapar. Pero yo no quiero nada, no quiero más 
que mi cuerpo descansando de sí mismo, de los demás, 
del mundo a través del sencillo mecanismo de salir de mí
para ir al encuentro de los otros y del mundo 
pero no en el afuera engañoso sino en un cuadro
que yo mismo pinto. No necesito para ese rito 
más que este estudio de pisos sucios,
manchado, desordenado, igual a la vida, que no es limpia
ni prolija, que trabaja sobre nosotros, nos marca
con líneas toscas, erradas, deteniéndose a corregir el error
a veces, otras veces dejando que el error modele una belleza
rara, un poco monstruosa, como hecha de arcilla
a punto de derretirse y cambiar de forma.

Toda la larga zona de matices entre los negros 
y los grises son míos, los colores son ajenos pero me buscan
de vez en cuando, quiero construir 
la mayor cantidad de casas con una sola herramienta, digo:
cada cuadro es una casa, quiero una herramienta que sea
la continuación de mi cuerpo, tosca, capaz de romperse y fallar
igual que mi cuerpo, como los hombres 
de las cavernas no necesito más que una herramienta sola
que haga lo que tiene que hacer. Y yo ¿qué tengo
que hacer?: como todos, no lo sé 
pero por las dudas, por si se tratara
de eso, empujo con más o menos fuerza 
la materia contra la materia, dibujo, desdibujo, deshilacho, borro, 
vuelvo fijo lo que se agita, hago que lo estático parezca moverse. 
Los estallidos, los nubarrones, 
las bestias, los pequeños animales, los amigos muertos, 
el insecto que parece agrandado a través de la lente
de un microscopio, el hombre al que torturan, 
el que escapa, el que te mira,
los creás vos cuando ves
lo que yo pinto, no están ahí, pero todo pide una forma 
en nosotros, una gramática, una lógica incluso 
en un manchón que no tiene sentido, que es solo un conjunto
de partículas que chocan entre ellas, la mugre de lo hermoso
-lo hermoso tampoco es limpio, tampoco es prolijo
ni blanco- Un conjunto de manchones es un cuadro,
el barro de la sustancia orgánica 
que limpiamos y vuelve a ensuciarse, como nuestra piel, 
como la carbonilla y sus líneas volátiles en el papel,
se va disolviendo todo hasta el final, pero el final
es el preludio de un nuevo intento, la tela tensa sobre 
un soporte muy liviano pero muy fuerte, 
que no va a rasgarse aun cuando se rasgue todo alrededor,
ahí va a quedar, en el piso, incompleto, rodeado 
de mis botellas de whisky, de mis diarios viejos, mis diluyentes,
mis pinceles secándose hace semanas en los mismos vasos,
las flores artificiales, los lápices, los cepillos, los tres bongós 
que toco a veces, el ruido a tren de la fábrica de al lado,
ahí va a quedar el cuadro nuevo hasta que yo pueda terminarlo, si algo
terminara al fin, si fuera cierto que una obra o una vida
se cierran como si cerráramos una puerta, si no quedara siempre
todo abierto, todo sin llave, todo inconcluso, dichosamente
inconcluso y vivo, para que la materia de mi mano
o de otra mano se enamore de nuevo de la materia orgánica, física, 
del universo, de lo más abyecto, de lo más sublime, de todo
lo que está en el medio. Para que recordemos que ahí estamos
y estuvimos y estaremos, juntos en la fealdad, el terror
de aquellos campos de exterminio, juntos en la alegría, admirados 
de la luz filtrándose despacio
por una ventana que da al monte, al cielo. Que todo recomience
donde parece haber terminado, no hay nadie
indispensable, hay traductores, yo traduzco
y otros leen. A veces entienden, a veces no, 
pero yo soy un creyente: creo en dejarse llevar 
como una piedra en la corriente por esa caligrafía extraña,
desconocida que se lee. Cada vez que me voy de este taller me digo:
yo cumplí mi misión: traduje. Nunca fue mi misión
que algo se entienda.

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