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Dos mujeres

Filbita

Dos mujeres

Por Didi Grau

Filbita 2016: Literatura y migraciones
RECIÉN LLEGADOS
En este texto, el autor comparte historias familiares, miradas y sentimientos de infancia alrededor de alguien que llega, alguien que parte, o alguien que inició un viaje que dio inicio a nuevos relatos.

Ana Iroski había enviudado joven de Pedro Grau y vivía en Ensenada junto a su hija en una casa alquilada que se parecía mucho a esas típicas casas del barrio de La Boca. Para pagar el alquiler y la comida, trabajaba a jornada completa haciendo trajes, blusas, polleras, vestidos de novia con su máquina de coser, la Necchi. Para ayudarse con los gastos también remendaba agujeros en las medias de hombres y les arreglaba los puntos corridos a las medias de mujer. Pero no solo para la costura sus manos eran prodigiosas, también para el más colorido bordado y las más exquisitas puntillas. Después, ya jubilada como modista, pintó algunos paisajes al óleo que copiaba de tarjetas postales. Los hacía con la misma voluntad  y convicción con que amasaba flores de miga de pan en el taller de arte decorativo al que iba una vez por semana. Eso sí, el budín de pan que cocinaba, jugoso y acaramelado, nadie pudo superarlo.

Fermina Baña, de muchacha estaba empleada en casas de familia como cocinera. Cuando se casó dejó de trabajar en casas ajenas para dedicarse a la suya. No había terminado la escuela primaria, pero le  gustaba mucho leer, sobre todo por las noches y en la cama, antes de irse a dormir. Tomaba baños de sol en una reposera de mimbre con la cabeza protegida por una toalla y baños de vapor envuelta en una cobija, con una olla de agua hirviendo bajo su asiento. Escribía esbozos de poemas en un cuaderno que no mostraba a nadie. Tenía en el fondo de la casa un gallinero de donde volvía con huevos para hacer tortilla o alguna gallina para el puchero.  Anotaba con tiza en el pizarrón de la cocina lo que no debía olvidarse de comprar. No era muy conversadora Fermina, deambulaba silenciosa por la casa, pero sabía ofrecerle a sus nietos un café con leche espeso y con nata acompañado de pan con manteca inolvidable.

 Ana había nacido en algún lugar de la extensa Rusia a principios del siglo XX y niña todavía llegó a la Argentina con su madre y sus hermanos. De su lejano país conservó la tradición familiar de los bordados y las puntillas que se usaban en el cuello, los puños y el dobladillo de los sarafanes, los vestidos tradicionales rusos.

Fermina había nacido en el año 1900 en un barrio de la ciudad de Montevideo, Uruguay, y vino de muchacha a la Argentina en busca de empleo.  De su padre, gallego anarquista, conservaba los ideales, y a la hora de nacer sus hijos, eligió nombres anarquistas para ponerles: Alba Ideal para la hija, Oasis, para el hijo. De su madre, descendiente de un cacique del pueblo originario Charrúa, sabía del poder medicinal de las plantas y del amor por la tierra. 

Ana y Fermina eran mis abuelas. No sé mucho de sus pasados porque de eso no se hablaba, apenas si se cuchicheaba. Eran algo así como secretos de familia, y yo nunca les pregunté.

Pasó el tiempo. Quedaron los bordados y las puntillas, un cuaderno con esbozos de poemas, estos recuerdos que les cuento y mis ganas de preguntar.

Por eso tal vez bordo, puntada tras puntada, mis dibujos sobre el papel, y apunto ideas para cuentos y poemas en las hojas de un cuaderno. Tal vez ahí, quién sabe, encuentre las respuestas.

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