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Diez mil pasos cada día

Recorrido literario

Diez mil pasos cada día

Por Jordi Punti

Las maneras de caminar la ciudad se vinculan con los modos de escribir sobre ella. Cuatro escritorxs nos invitan a conocer sus recorridos personales, de manera virtual, de las que consideran sus ciudades, sus territorios. 
Acá se puede ver la lectura completa. 

1. Cada día hago diez mil pasos por mi ciudad. Diez mil pasos son cerca de seis mil segundos. Una hora y media para reencontrar calles, esquinas, casas, tiendas, bares, coches, semáforos, parques, estatuas, personas, amigos. 

Mis paseos suelen ser circulares —me alejo para volver después a casa, igual que un bumerán—, pero a veces me gusta que sean lineales como el vuelo de una flecha. Del punto A al punto B. Hay días en que pienso que ya he intentado todos los trayectos posibles, pero una ciudad es siempre un jardín de senderos que se bifurcan. A cada rato me obliga a escoger un destino. Además, aunque repita un recorrido, nunca me aburro. Barcelona cambia constantemente y ante mis ojos se renueva cada día, para bien y para mal. Las ciudades son camaleones que mudan la piel según nuestro estado de ánimo. El asfalto mojado en un día de lluvia puede brillar como el paso fugaz de una rata de cloaca o como el fulgor irreal de un río de mercurio. Por decirlo con Heráclito, nunca cruzamos dos veces la misma calle. 

2. Algunos días añado música a mis paseos. Camino con un podómetro en la cintura y los auriculares en los oídos, y así me convierto así en una especie de agrimensor sonoro. Ahora sé que el disco Abbey Road de los Beatles dura unos cuatro mil pasos, o, lo que puede ser lo mismo, desde una de las plazas del barrio de Gràcia hasta las puertas de la catedral, en el barrio Gótico. La ciudad también cambia bajo la influencia musical: no es lo mismo bajar por la Rambla de Catalunya escuchando las canciones de New order, que te impulsan a ir más rápido, o con la música de Michael Nyman que parece una banda sonora de la vida moderna contemplativa del flâneur. Cada melodía reescribe mis pasos. El Arco de Triunfo modernista se vuelve más inhóspito, como la entrada al infierno, si paso por debajo mientras escucho a Nick Cave. Las calles que suben del Paral·lel hasta Montjuïc parecen proyectadas para acompañar la música de Bon Iver, como un viaje del centro urbano a la calma del parque. Algunos días también sucede algo inesperado: caminando por la ciudad consigo estar lejos de Barcelona, en otro lugar.

3. Cuando estoy lejos de Barcelona, me gusta pasear por las ciudades en esa hora en que todavía despiertan y por momentos parecen invisibles. Entonces descubro como reciben el nuevo día. Copenhague despierta como un joven atlético, que salta sobre su bicicleta y enseguida se une al flujo de ciclistas que desde muy temprano parecen dar energía a las calles, como una dinamo que mueven entre todos. Seúl se levanta con ojeras después de una noche de insomnio, con sus autopistas eternamente colapsadas de coches, igual que arterias que quisieran reducir el ritmo de su corazón. Nueva York a las siete de la mañana tiene resaca y todavía no se ha ido a la cama, sus calles están sucias y huelen a orina y alcohol, y entretanto la segunda oficinista se cruza con el penúltimo noctámbulo. Roma bosteza de sueño atrasado, mira por la ventana, se rasca la cabeza y vuelve a la cama. París es una dama que se despereza en su alcoba, mientras las calles ya huelen a colonia y a croissants calientes, y poco a poco se viste añorando los años salvajes de estudiante. ¿Y Barcelona? Bueno, Barcelona se levanta en silencio, se mira en el espejo del baño y le pregunta cada día quién es la más bonita. Las horas se le pasan esperando una respuesta que no siempre llega.

4. Dos meses al año Barcelona se magnetiza con todo el esplendor del Mediterráneo. No, no me refiero al verano, sino justo antes y justo después. El olfato me dice que junio y septiembre son los meses más marítimos para la ciudad. Esas semanas en que hace buen tiempo, el sol calienta sin quemar, uno se toma el primer y el último helado de la temporada. Un mediodía de mayo andas por la calle y de pronto una brisa que llega del mar, salada y limpia, te envuelve y te narcotiza los sentidos. Es como una llamada tribal: lo dejarías todo y bajarías a saludar al Mediterráneo, a los barcos que llegan a puerto, a la playa aún desierta. Los poetas han descrito el hechizo de ese aire nuevo, cuando “la mar, más allá del puerto, se ha soltado la cabellera”. Tal vez no nos damos cuenta, pero los barceloneses nos pasamos la vida persiguiendo ese olor marino. Compramos flores que conserven su perfume. Vamos a los mercados para ver el pescado de cerca y luego nos lo comemos. Buscamos la sombra de los pinos y las palmeras. En verano bajamos a la playa, nos bañamos hasta que anochece, bebemos en los chiringuitos y nos parece estar dentro de un dibujo de Mariscal. En invierno subimos a las colinas para ver la ciudad y enfrente, a lo lejos, la franja azul del mar. De repente parecemos aristócratas pasando revista a sus posesiones. 

5. Pese a sus caprichos de nuevo rico y su entrega al turismo, Barcelona es una buena ciudad para pasear. El mar está cerca y las montañas que le rodean tienen una altura muy humana. La Diagonal, su avenida más larga, no tendrá más de cuarenta mil pasos. Hubo un tiempo en que algunos habitantes se paseaban por el centro de Barcelona como si las calles fuesen un jardín privado. Saludaban a todo el mundo tocándose el sombrero. En los barrios que se alejan de ese centro, donde la ciudad ha aprendido a desdoblarse en mil barcelonas diferentes, sigue la sensación de que todos los habitantes se conocen. Paso junto a ellos, los veo un día tras otro, y nos reconocemos sin conocernos. Barcelona me gusta los días en que menos se parece a Barcelona. Quizá sea porque yo siempre quiero estar en otra parte. 

6. “Soy inmenso, contengo multitudes”. A veces, cuando camino y me cruzo con la gente, pienso en este verso de Walt Whitman. Si todos contenemos una multitud de gente —tal como yo creo—, entonces es casi un milagro que dos personas se crucen dos veces siendo las mismas. Cada persona contiene una ciudad y, por tanto, cada ciudad contiene una multitud de ciudades. A veces, en mis paseos por Barcelona, busco esas otras ciudades con afán de explorador. Basta con detenerse en una esquina, fijarse en una ventana en el paisaje urbano, reseguir la forma de una callejuela que lleva a una plaza. Así, en otoño, cuando el viento se lleva las hojas de los plátanos, la calle Trafalgar y las Rondas de Sant Pere y Sant Pau me recuerdan a los anchos bulevares de París. Casi sin quererlo, busco el resplandor de una luz mortecina en las buhardillas de las casas, la sombra del pintor Nonell refugiándose en un portal acompañado de Ramon Casas. O en días soleados, cuando abandono el laberinto de calles del Gótico y llego de repente a la Via Laietana, me asombra la altura de sus edificios, la vista que va de la montaña y desciende hasta el mar, y recuerdo que Manuel Vázquez Montalbán encontraba el perfil de Manhattan en esta calle única y moderna. O si sigo caminado y me adentro en la retícula de la Barceloneta: su atmósfera de pescadores, la ropa colgada en los balcones, ese olor del mar mezclado con el humo de sardinas a la parrilla, me lleva de inmediato a Lisboa. Hamburgo se oculta en el puerto comercial. La playa se llena de brasileños que juegan a volley y buscan su garota de Ipanema. En el nuevo Raval se encuentran tiendas que parecen estar en Bombay, en Lahore. Barcelona es multitud.

7. Si el espacio de la ciudad es ilimitado, ¿cuál es el tiempo de Barcelona? Barcelona vive atrapada entre el pasado y el futuro. Su presente es etéreo, gaseoso como la vanidad que le marca el paso, y se autodestruye en contacto con la realidad. Su pasado, forjado a lo largo de siglos de historia, es bullicioso y turbulento y está tocado por una fuerza literaria que le domina. El presente en Barcelona necesita ser pasado inmediato para glorificarse. El futuro que empuja, a su vez, es el remedio para este desajuste, la medicina que cura de la nostalgia. Por suerte, la transformación social constante de Barcelona, con la llegada masiva de la nueva inmigración, impedirá que un día la ciudad se transforme en una inmensa estatua de sal. Quieta en el tiempo. En cuanto a mí, cuando tengo pereza de salir a la calle, o dudo de que Barcelona sea ya la ciudad que me acoge, llamo a Baudelaire para que venga al rescate…

 “En las grandes ciudades encontramos los fenómenos más extraordinarios”, escribió el poeta francés, “todo lo que debemos hacer es pasear con los ojos bien abiertos. La vida es un hormigueo de monstruos inocentes”. Luego me calzo mis zapatos, pongo mi podómetro a cero y empiezo a caminar con los ojos abiertos.

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