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Desde dónde jugamos

Filbita

Desde dónde jugamos

Por Sebastián Vargas

Filbita 2015: Literatura y juego
¿DALE QUE ÉRAMOS..?
¿Dale que éramos súper héroes? ¿Dale que estábamos perdidos en la selva y teníamos que sobrevivir una semana? ¿Dale que yo era la maestra y vos…? En este texto, el autor recrea su infancia a través de escenas de juego que habitan en su memoria.

Hasta los diez, mis juegos eran más bien solitarios. Salvo en la escuela, donde eran grupales pero limitados: jugábamos a las figuritas, al yoyó, a la mancha, a la payana (no a la soga y menos a las palmas, que eran juegos de nenas). Pero estos juegos escolares estaban limitados en el tiempo (los minutos del recreo) y acotados a la extensión del patio de baldosas, donde muchas veces ni siquiera podíamos jugar a la mancha porque no nos dejaban correr.

En mi casa, en cambio, jugaba solo. Lo que llamo mi casa cambiaba cada uno o dos años, porque en realidad no teníamos casa: alquilábamos y nunca renovábamos el contrato, siempre cambiábamos a otro barrio; ahora imagino motivos, pero de chico no los sabía, ni siquiera me cuestionaba esa situación, simplemente el mundo era así. Mis hermanos son bastante más chicos que yo, mis padres no estaban o, cuando estaban, no tenían ganas de jugar. Así que yo jugaba con los rastis, con algunos playmobils, con los muñequitos de Star Wars que aún no había descabezado. Jugaba a inventar trampas cazacucarachas, a tirar flechas de plástico contra los vidrios de la puerta desde el final del pasillo; o iba a la plaza y también jugaba solo, a tirarme en bajada sentado en la patineta o a intentar no caerme de la bici. Jugar solo no era lo ideal, pero tampoco sufría por eso. 

Me encantaban los juegos de tablero, aunque solamente algún fin de semana, muy cada tanto, podía reclutar a mi hermano Diego o a mis viejos y sentarlos para jugar a las cartas o a algún juego de estrategia; el resto del tiempo, esos juegos de tablero no funcionaban. A veces, cuando me cansaba de leer, jugaba contra mí mismo, desdoblándome y haciendo como si yo fuera dos o más personas jugando. Hasta el ajedrez, que por su constitución requiere de dos jugadores, era para mí individual, porque reproducía en el tablero partidas del diario o de algún libro que hubiera por casa: Celadas en las aperturas, Partidas de Capablanca. Así aprendía, desde entonces y durante toda mi infancia y de grande también, las reglas de montones de juegos, que muchas veces no tenía oportunidad de practicar: el backgammon, el bridge, la canasta, las damas, el go, el mahjong, el hanafuda…

Cuando cumplí 10, mi familia se mudó a Claypole, en el sur del conurbano bonaerense. Una plaquita en la estación del tren decía que era una ciudad, pero para mí era el campo. Pleno campo, con algunas pocas calles asfaltadas, la ruta Monteverde, el cotolengo Don Orione, el barrio Don Orione (los monoblocks donde nos mudamos, gracias a las gestiones de mi vieja) y tres escuelas de la obra Don Orione, a una de las cuales empecé a ir: “El Ave María”. Tener casa en el campo era, para mí, maravilloso: como vivir de vacaciones, como ser un personaje de esas historias de Verne y Salgari que llenaban mis horas.

Con Diego, mi hermano, salíamos a explorar, a correr, a lanzarnos terrones de tierra de los canteros aún sin plantas de los monoblocks vecinos para hacerlos estallar al pie del otro, contra el suelo, y simular que eran bombas o metrallas… (hasta el momento de llegar a casa e intentar disimular la evidente mugre que nos poseía).

Y después, ya cuando empezamos la escuela, rápidamente mis juegos cambiaron. No solo eran juegos nuevos, que no conocía hasta entonces; sino que los juegos se volvieron sociales, ya no jugaba solo. Figuritas había muy pocas, y había pocos que pudieran comprarlas. Pero aprendí a jugar a las bolitas en una cancha de verdad, con el opi excavado en la tierra con un bolón o con una japonesa (de las que tenían tiritas de papel con colores adentro), y al indio, una especie de mancha en la que todos los que son tocados pasar a ser buscadores y que solamente se puede jugar en grandes extensiones porque si no el juego se acabaría enseguida; a la payana con piedras de verdad, siempre diferentes, las que encontrábamos en cada recreo; a trepar árboles (para afanar moras o nísperos en el fondo de la casa del cura, o cualquier árbol, por la simple hazaña de llegar más alto). 

Podíamos ejercitar la bondad y la crueldad, alternativamente, con los animales que nos acompañaban: darle de comer un pan a un perro callejero, darle una patada a un gato escurridizo, observar embelesados un pájaro y la vez preguntar si alguien tenía a mano una gomera, desalar moscas y prenderlas fuego con el sol tras un anteojo o una lupa, suspirar deseos ante una vaquita de San Antonio o dejar un caracol encima del camino principal de un hormiguero, para ver cómo empezaba a largar espuma y se intentaba escapar sin escaparse nunca.

En general los varones no jugábamos a juegos que funcionaran con el lenguaje, ni siquiera al tutifruti, salvo que fuera una reunión y no hubiera más remedio. Preferíamos los juegos en que alcanzara un grito para entenderse, e incluso si por casualidad había un mazo de cartas dando vueltas, se prefería el chancho al chinchón y el truco a la escoba.

En la escuela, tal vez porque éramos ya más grandes, aunque yo pensaba que era porque estábamos en Claypole, se jugaba a cosas más violentas y satisfactorias, en las que cada vez más frecuentemente a los varones nos separaban de las chicas: el quemado, el hándbol, y por supuesto el fútbol, que se colaba en los recreos, en las tardes en el barrio, en la hora de gimnasia que era casi como un recreo demasiado largo. Pocas veces había arcos de verdad (sí cuando íbamos al cotolengo o al parque del colegio Don Orione), pero igual alcanzaba con un par de buzos o dos mochilas para armar un arco en cualquier baldío, y si no éramos suficientes para formar dos equipos, se jugaba al 25 y cada uno que perdía recibía sendas patadas en el culo, a fundir por los rigurosos y ladinos, débiles y protocolares por los amigos y allegados. 

Yo era muy, muy malo jugando a la pelota. Una tendencia que mantuve con total coherencia durante toda mi vida. Y sin embargo, allá en Claypole eso no me excluyó: los amigos me encontraron rápidamente una función en la que no solo podía jugar sin ser bueno, sino cumplir un rol en el que hasta podía brillar, aunque no lograra llegar a cuatro haciendo jueguito: defensor central. Número dos. Así que fui 2 nomás, un dos pegador pero no malintencionado, esforzado y rústico, revoleador y persistente, mellatobillos obsesivo, fácil de pasar una vez pero difícil de engañar la vez siguiente. Y así formé, por primera vez, parte de un juego de equipo entre amigos, en el que nadie es menos, por más que algunos jueguen mejor que otros. 

En esos años sentí por primera vez que era feliz. Y que mi felicidad estaba en los otros, en aquellas personas que me rodeaban, y no necesitaba ninguna cosa material para alcanzarla. Así como todos nuestros juegos no requerían ningún elemento ni juguete, o alguno muy barato y ocasional, como un trompo o una pelota cualquiera, en el resto de las áreas de la vida veía que todos mis amigos podían vivir a pleno siendo, en general, bastante pobres. Nunca juguetes caros, ni bicicletas, ni esas cosas que se veían en las propagandas por televisión. Mi amigo Ricardo vendía facturas y me llevaba de regalo, las mañanas de mi cumple, media docena mitad churros mitad bolas de fraile; mi amigo Patricio vivía en la casa que había levantado su padre albañil y que seguía acomodando eternamente; mis vecinos del barrio Don Orione vivían, como nosotros, con los sueldos municipales de uno de sus padres. Pocas familias tenían auto. Casi todos tenían casa propia, aunque algunas fueran poco más que un montón de chapas o monoblocks en barrios populares pagados a cien cuotas con planes del Fonavi. 

Mi madre había empapelado las paredes del comedor y teníamos videocasetera, y esos pequeños detalles de confort me parecían un lujo asiático e innecesario, que yo intentaba ocultar de mis compañeros para que no creyeran que me había huido de mi lugar en el grupo.

Después, con la adolescencia, llegaron otros juegos, en los que uno intentaba acercarse a las chicas: bailar lentos, salir con amigas, empezar a imaginar querer enamorarse eran quizá formas novedosas de juegos cuyas reglas apenas intuíamos. 

Los juegos, después, quedan relegados a lo que se considera jugar de adultos: perder tiempo en acciones sin sentido ni consecuencia; pero sabemos que muchos juegos son en serio, y que jugar a fondo, jugarse con algo o con alguien, cuando ganar o perder lo es todo, eso es algo que nos acompaña hasta el aliento y nos define para siempre.

Hoy recuerdo esa idea de que estar en Claypole era vivir en el campo y me río, porque claro, sé que no era ni es ningún locus amoenus y que no era el campo para nada, por más que el Roca diésel tardara dos horas en llegar a la estación y Temperley y Adrogué sonara como Manhattan y Londres. Pero esos cuatro años allí en Claypole (hasta que mi madre consiguió un traspaso y nos mudamos al barrio Samoré en Lugano) fueron una bisagra en mi infancia, y me hacen hoy proponer aquí con ustedes esta cuestión: lo que jugamos cuando somos chicos tiene que ver con cómo somos y con cómo es esa familia en la que estamos creciendo; pero me pregunto si no relaciona íntimamente también, nos demos cuenta o no, con ese lugar en donde estamos creciendo, y pensar que tal vez si ese lugar fuera distinto también habrían sido otros los juegos y los días y nosotros mismos. En mi caso fue así, lo sé: en algún lugar de mí siempre habrá un rincón de un Claypole que ya no existe. Me pregunto si fue también igual para ustedes, qué lugar formó los juegos de cada uno y qué de todo eso queda y vive, aún, cuando de alguna forma jugamos o, incluso, cuando ponemos el corazón en la boca y nos jugamos con todo.

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