Fundación FILBA

  1. EN
  2. ES /

Archivo

Cruces epistolares Bolaño / Cortázar

Cruce epistolar

Cruces epistolares Bolaño / Cortázar

Por Alejandra Costamagna y Mariana Enríquez

En 2013 se cumplieron 50 años de la edición de Rayuela y 10 de la muerte de Roberto Bolaño. La coincidencia de fechas sirvió de excusa para pensar –a partir de cruces epistolares entre autores argentinos y chilenos en los meses previos al festival– la relación, las continuidades y rupturas, la herencia dejada por Cortázar y Bolaño, dos autores centrales de la literatura latinoamericana.


De: Alejandra Costamagna
17 de agosto de 2013
Mariana:

En realidad tenía ganas de escribir “querida Mariana”, como parten las cartas dirigidas a los amigos, a los cercanos. Como partía yo misma esas cartas a mis abuelos argentinos, allá en la infancia. Porque a pesar de que nunca hemos hablado ni nos hemos visto ni hemos intercambiado correos, vengo leyendo tus cuentos desde hace unos años y cada vez que los reviso con alumnos o se los recomiendo a mis amigos o ahora mismo que vuelvo a ellos para iniciar esta conversación, experimento una suerte de familiaridad, algo que me acerca y me golpea y me atrapa y me envuelve en su vértigo y no sé cómo explicar. Me pregunto, querida Mariana, de dónde salen esos personajes: la muchacha que vive en estado de pánico después de un viaje a Corrientes en “El aljibe”, las amigas que hacen espiritismo y convocan a detenidos desaparecidos en “Cuando hablábamos con los muertos”, ese espectro feísimo de la hermana de la abuela, medio podrida ya, que acompaña a la protagonista de “El desentierro de la angelita”. Leo tus cuentos y pienso en 2666. Pienso en la apariencia de normalidad de los personajes de Bolaño, mientras todo a su alrededor se hace pedazos: la sensación de que algo escalofriante está ocurriendo frente a nuestras narices mientras no vemos nada extraordinario. Leo tus cuentos, pienso en Bolaño y también en ese péndulo entre el realismo y lo fantástico en los relatos de Cortázar. Y en sus cartas, pienso, en que hubiera sido lindo leer una correspondencia entre Bolaño y Cortázar y seguir las ramificaciones de sus diálogos. Y pienso, a fin de cuentas, que eso es algo que me entusiasma mucho en los dos escritores: ese irse por las ramas del lenguaje y dejar que las palabras respiren. Esa frescura del habla que corre pareja con cierta insolencia frente a las convenciones y con una especie de huída de las grandes épicas. Cada uno lo hará a su manera y de acuerdo con su tiempo, muy distintos ambos. Bolaño viene de una derrota generacional y tiene más dedos para la ironía y el humor corrosivo que Cortázar, hijo de una época más esperanzada. Bolaño transmite la sensación de urgencia, de estar arreglando cuentas y escribiendo contra un tiempo que se le escapa de las manos, del hígado, que le parte la cabeza. El autor de Los detectives salvajes es igualmente salvaje: visceral, desmesurado, ácido. Cortázar convoca unos fantasmas menos apocalípticos, más vivarachos. El juego de su prosa tiende a cerrarse en un universo propio. Por lo mismo, tal vez, lo que fue ruptura o novedad en su momento hoy puede sonarnos ingenuo. Aunque confieso que nunca me entusiasmaron demasiado las novelas de Cortázar. Nunca, nunca quise ser la Maga. Nunca, ni en sueños, busqué que mis novios se parecieran a Oliveira ni que mis gatos se llamaran Morelli o Rocamadour. Como sea, yo me quedo con los cuentos de Cortázar, con esos caracoles del lenguaje como los llamaba él. Y con las pesadillas de Bolaño, siempre. Supongo que entre los nacidos después de su muerte ya vendrán también los Belanos, las Tinajeros y otros perros románticos. Habrá que oírlos ladrar, ¿no?
Te va un abrazo,
Alejandra.

***

De: Mariana Enriquez
27 de agosto de 2013
Querida Alejandra,

Me tomo el atrevimiento de llamarte “querida” para que te atrevas vos también en la próxima carta; ya vamos a conocernos y espero que sea en Santiago, así puedo comprar tus libros. Porque hasta ahora el único que he leído es Malas noches y me acuerdo, impresionada, de ese cuento sobre la mujer embarazada que vuelve a un pueblo muerto, con ese viejo que la desorienta y la sangre que le chorrea, un cuento entre la pesadilla, Rulfo y la desorientación de las drogas. ¡Un cuento terriblemente oscuro! Nos salen seguido estas cosas a las mujeres, ¿no? Estas historias nocturnas y afiebradas.
Pienso en esa mujer y pienso en algunas mujeres de Bolaño, que él escribe con cierta distancia, como mujeres que podrían ser diosas terribles o demonios: Lola, de 2666, que se va con una amiga de apariencia medieval y acaba viviendo en un cementerio mientras intenta, todos los días, ver al poeta encerrado en un manicomio de quien está enamorada; Lola, que termina haciendo dedo en un viaje a cualquier parte, como un espíritu de la ruta. O la extrañísima Sofía, del cuento “Compañeros de celda”, que se alimenta de puré y vive en departamentos vacíos. No sé por qué viré esta conversación hacia las mujeres pero, ya que estamos, las mujeres de Cortázar y Bolaño son muy diferentes aunque las empariente esa extrañeza. Cortázar también escribe mujeres que él no comprende. En los cuentos: Circe, la bruja de barrio, la chica tullida y enamorada de “Final de juego”, la fantasmal Celina de “Las puertas del cielo”. Pero, y me pasa lo mismo que a vos, cuando llega a su Mujer, en Rayuela, algo falla. A mi tampoco me gusta La Maga: me sorprende que sea el ideal de una generación, me pregunto si, entonces, las mujeres de verdad se sentían identificadas con ella o era una cuestión de los varones. En cambio, Talita, el espejo de La Maga en la segunda parte de Rayuela, es una mujer mucho más sólida, menos a la deriva, menos insoportable, vamos.
A mi tampoco me gustan mucho las novelas de Cortázar. Y me encantan las de Bolaño (no todas: pero muchas). Creo, sin embargo, que Rayuela y Los detectives salvajes comparten, en dos épocas distintas, con sus diferentes estados de ánimo y espíritu, la cuestión del intelectual latinomamericano en el exilio, lumpen, pobre, obsesionado con sus libros y su música, aferrado a eso con la intensidad del náufrago. Aunque, claro, Cortázar se queda en París, en los años '50, en sus noches de jazz y precariedad, en sus charlas con los mendigos; y Arturo Belano elige el movimiento, la imposibilidad del asentamiento, el nomadismo, la poesía. La adolescencia. Es interesante el cambio central que hace Bolaño en la búsqueda del escritor perdido, una de sus “citas” a Rayuela: creo que cambia de buscar un hombre –Morelli- a la búsqueda de una mujer, la poeta Cesárea Tinajero que los lleva al desierto de Sonora, no sólo por una simple operación de cambio de sexo, sino porque el futuro es otro, el futuro ya no es un viejo maestro escritor en  Buenos Aires, es una mujer oculta en los desiertos de Sonora.
Un abrazo,
Mariana

***

De: Alejandra Costamagna
7 de septiembre de 2013
Querida Mariana:

Me quedo pensando en lo que dices sobre algunas de las mujeres escritas por Bolaño y Cortázar. Mujeres que aparecen como una extrañeza, como una incógnita o una alucinación y que tienen mucho que ver con las escrituras de ambos. Es como si esas mujeres ficticias fueran la prefiguración de otra cosa. De una búsqueda ciega, del vértigo frente a lo desconocido, del futuro borrascoso. “Una mujer oculta en los desiertos de Sonora”, como bien dices. El despeñadero, podría agregar Bolaño; un laberinto, podría zanjar Cortázar. Un lugar que se les vuelve ajeno, en cualquier caso. Aunque pienso que la sensación de no pertenecer al territorio que se habita, de no tener un espacio ahí, se hace más evidente en Bolaño que en Cortázar. De hecho, una de las palabras que más usa Bolaño en sus novelas, sus cuentos, su poesía y sus artículos es “abismo”. Y no creo que tan sea descabellado proyectar ese término en su propio cuerpo, en la enfermedad con la que carga y respira todo el tiempo. Bolaño escribe desafiando la agonía, tocándola, haciéndole bromas, saltando arriba de ella. Es cosa de leer “Enfermedad más literatura: enfermedad”, ese relato escrito al borde del precipicio, ya con la muerte agarrándole los tobillos, donde admite que todo se acaba: “Los hijos llegan. Los libros llegan. La enfermedad llega. El fin del viaje llega”. Por cercanía y diferencia, se me viene a la cabeza, “La salud de los enfermos”, ese cuento delirante de Cortázar en el que los miembros de una familia ocultan las desgracias internas para evitar el sufrimiento de “mamá” y terminan mimetizándose con esa realidad paralela, ese mundo fantasioso que han creado al inicio. Pero mientras los personajes de Cortázar disfrazan la muerte, la zigzaguean, los de Bolaño la miran de frente, se baten a duelo con ella. “La muerte es un automóvil con dos o tres amigos lejanos”, escribe por ahí, en uno de sus poemas ochenteros, como si viniera a advertirnos sobre el cruce entre los materiales de vida y los de escritura. No digo que en Cortázar no estén esos empalmes, pero tal vez él se encargue de disimularlos más. Porque sus estrategias, muy legítimas, son otras. Hace poco leí la reproducción de unos diálogos con unos alumnos, de 1980, donde le preguntaban por la experiencia personal en su producción literaria, y Cortázar respondía enfático: “No soy un escritor autobiográfico”. Luego matizaba la respuesta, pero ese punto de partida me parece importante. Creo que hay dos disposiciones distintas. Los universos pesadillescos cambian entre uno y otro, porque las formas de procesar lo real difieren. Hay una clave apocalíptica en Bolaño sintonizada con ese fin de siglo XX que le toca vivir y quizás también, ahora que lo pienso, con ese cuerpo débil que le toca habitar. En Cortázar, en cambio, las claves del mal tienden más a un juego abstracto de proyecciones. Pero el caso es que, a diez años de la muerte de uno y casi treinta del otro, seguimos abducidas por sus mundos fantasmales.
Otro abrazo,
Alejandra.

***

De: Mariana Enriquez
Querida Alejandra,

Estuve pensando en lo que decías, sobre la palabra “abismo” que tanto repite Bolaño. Pensé, ¿y qué palabra repite Cortázar? Hay varias pero la más obvia es “cielo”. Primero el cielo no nombrado pero implícito en Rayuela: porque es al cielo donde se llega. Y luego en dos de sus mejores cuentos, “Las puertas del cielo” y “El otro cielo”. El primero es un cuento de espía: el narrador, que es muy parecido a Cortázar, se hace amigo de una pareja  de suburbio y se “infiltra” en el mundo de estos morenos a quienes observa con cierta curiosidad antropológica, algo “gorila” en el sentido argentino de la palabra y casi desagradable, demasiado políticamente incorrecta, cuando la leemos hoy (las mujeres son “negritas”, los llama “monstruos”). En cualquier caso, de todos modos y a pesar del abismo de clase, el narrador acaba fascinado por Celina, la mujer de la pareja, que promediando el cuento enferma y muere.
Pero no muere del todo. En un baile la ven, después de muerta, entre la gente. Y Mauro su enamorado, la busca entre el humo y la música, busca esas puertas del cielo donde vive ella. Otra muerte esquivada, trampeada. Lo hace con frecuencia. En “El otro cielo” con el movimiento entre Buenos Aires y París, ese ir y venir cortazariano entre dos planos, escapa del asesino --¿es él el asesino?-- como sea, escapa de la Muerte en ese vaivén fantástico.
Releyendo los cuentos de Cortázar me abruma la cantidad dedicados a la enfermedad y la agonía –y las pocas veces que esa muerte se concreta, o es dudosa, el fin es una incógnita más o menos obvia, como en “Las fases de Severo” o “La señorita Cora”. Pero quizá más impresionante es “Liliana llorando”, un cuento menos logrado, en primera persona, donde la enfermedad y la agonía se describen en detalle: “Menos mal que es Ramos y no otro médico, con él siempre hubo un pacto, yo sabía que llegado el momento me lo iba a decir o por lo menos me lo dejaría comprender sin decírmelo del todo”. Imagina el entierro en el cementerio de la Chacarita, los amigos que van a acompañar a la viuda, a su hijo Pocho... Y al final el milagro, la cura inesperada al borde de la muerte.
Para Cortázar creo, ese trampear a la muerte, ese zigzaguear como bien decís, habla de su relación con la literatura, que es menos fatalista que la de Bolaño –mas política, incluso en sus cuentos fantásticos, donde la posibilidad del cambio existe. Y la posibilidad del cambio es, finalmente, la política. Bolaño, por su época, por sus condiciones de trabajo, por su pasado, por las características tan distintas de su exilio –el de Cortázar no fue obligatorio, digamos-- es un escritor fatalista. Puede escribir “La parte de los crímenes” porque sencillamente no son ésos los abismos que frecuenta.
Finalmente, encontré esta cita sobre los enfermos en 2666, donde Bolaño casi que los distingue –y se distingue-- como videntes feroces, como los que están cerca de la verdad. Escribe: “Las palabras de los enfermos, incluso de aquellos que son sólo capaces de balbucear, siempre son más importantes que las palabras de los sanos. Por lo demás, toda persona sana es una futura persona enferma. La noción del tiempo, ah, la noción del tiempo de los enfermos, qué tesoro escondido en una cueva en el desierto. Los enfermos, por lo demás, muerden la verdad, mientras que las personas sanas hacen como que muerden, pero en realidad sólo mastican aire. Por lo demás, por lo demás, por lo demás.”
Es casi tan potente como su defensa de las novelas extensas y torrenciales en contra de los ejercicios de estilo: me sorprenden estos hermosos arrebatos románticos, estas batallas.
Un abrazo,
Mariana

Más archivos Alejandra Costamagna y Mariana Enríquez