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Cerros, piedras y libros

Filbita

Cerros, piedras y libros

Por Sara Bertrand

Filbita 2017: Quisiera ser grande
EL OTRO QUE FUIMOS
El niño es “el otro” desde la voz del adulto. Un otro que alguna vez fuimos. ¿De qué formas volvemos a la infancia a través de los libros y las lecturas compartidas? La autora chilena compartió escenas de “ese otro” que fue cuando era niña.

Había una piedra. Un lugar protegido por un conjuro, sus secretos. Los grandes no subían, o eso quería creer, que podía escalar el precipicio y tener un refugio. Bastaba llegar al límite de la alambrada. 
Más allá, territorio hostil.

Más acá, el valle, nada, nadie, excepto árboles, cerros y otras piedras.
Subía a la misma hora, después de almuerzo cuando el calor apremiaba la siesta y los libros me llamaban desde un lugar de ensueño: el mundo estaba a punto de abrirse en miles de posibilidades. Sumergirse en la lectura era cruzar ese portal, una galería de personajes y sus vidas que daban sentido a la mía. Avanzaba entre zarzamoras. A veces, pasaba un rato arriba sacándome espinas de brazos y piernas; otras, lloraba por los rasmillones, mientras el pus corría por mis rodillas. Lloraba por otras cosas también, las costras servían de excusa. 
Me gustaba pensar que, si una casualidad permitía que mis padres escalaran el precipicio de tierra suelta y maleza, no reconocerían la piedra. Que el conjuro era un manto invisible contra el clima incierto. Un espacio libre de gritos, malos tratos, frustraciones, humo de cigarrillo y silencios. Sobre todo, eso: el silencio que hacía explotar mis preguntas. El silencio que los libros asumían cuando mis padres callaban. El silencio de ese tiempo gris en el que nos sumergió la dictadura. Y el murmullo avanzando en las noches como hechizo, palabras amenazantes, bocinas, toque de queda, apagones, esquirlas en los brazos y esa sensación parecida al hambre que hace temblar. 

El mundo no era cosa de niños.

Pero estaba la roca.
Buena parte de mi infancia transcurrió de esa manera: de espaldas sobre la tibieza de esa piedra arriba del cerro, mis piernas flectadas mirando al cielo, tan tranquilo, silencioso allá arriba. Me gustaba pensar que esa cima me pertenecía, que podría contar con ella cuando la necesitara. Que movería su estructura añosa y sacudiría el aire de un solo bramido, como los temblores. Nada podría pasarme allá arriba. Así es que hacía cumbre todas las tardes volviéndome invisible al contacto de su superficie. Protegida por el quillay que daba sombra en la cara, leí todas las novelas que llegaron a mis manos.
Hablo de la biblioteca de mi abuela en la casa de campo donde iba a parar cada verano, un tiempo sin tiempo, yendo y viniendo entre libros. Simplificando las cosas, podría decir que me hice lectora por aburrimiento. No había tanto qué hacer en esa casa, excepto, claro, un montón de maldades que con mis hermanos y primos no perdíamos oportunidad, como casi todo lo que teníamos prohibido: subir el precipicio, colgarnos de las lianas, bañarnos en el estanque del riego, una piscina de agua oscura y mohosa. Junto con los libros, cada verano contábamos a los caídos –quebrados, ahogados o rasmillados– heridos de esa guerra contra la eternidad de las vacaciones.
Muchas veces, la biblioteca de mi abuela funcionó como asueto mientras nos curábamos de esa lucha contra ese tiempo ocioso. El año que me quebré todos los dedos del pie derecho, además de la tibia y un esguince en el brazo, me convertí en lectora. Tenía diez años y leí sin pausa, como solo se lee a esa edad, 37 libros.
Los fines de semana, mi papá aprovechaba la sobremesa para leer las aventuras de James Bond, el agente 007 tenía sus propias aventuras entre líneas, porque mi padre saltaba páginas, un telón negro caía justo antes de, cuando ya un gesto que me intrigaba y me hacía correr a la biblioteca más tarde para leer esos espacios en blanco. 

En todo caso, y para ser honesta, la adicción se la debo a mi abuelo Jaime, un arquitecto que le dio la espalda a la dictadura encerrándose en su pieza, su biblioteca. Un espacio tapizado de libros de suelo a cielo, cama, escritorio, una silla y la ventana que miraba al patio trasero del juzgado de policía local. Para no ser grosera, me sentaba discretamente cerca de las estanterías, contándole anécdotas que lo hicieran reír, mientras la mano iba de una solapa a la hoja, de la página a la línea. Las palabras.

Nuestro intercambio ocurría así: mientras yo le traía el mundo exterior, él me dejaba hurgar en su espacio interior. Me tuvo paciencia, mi abuelo, cierta chochera también, pues no solo hojeaba sus libros, me gustaba saber dónde los compró y por qué. Y sabía contar esas historias. Hablábamos de Europa, del internado en donde se educó en Laussanne, Suiza; su llegada a Chile, cuando conoció detrás de una máscara de pájaro a mi abuela, cuando tuvo la certeza de que no volvería a Francia. Comenzó a leerme fragmentos de libros que le gustaban especialmente, lo hacía impostando la voz. A veces, gritaba: Karámazov, para él toda la literatura se ordenaba antes y después de los Karámazov. A veces, tocaba el acordeón. A veces, se disfrazaba. A veces, era yo la que saltaba por su pieza vestida con su chaqueta de gamuza y su pipa en la boca, como una pequeña niña-caballero. 
Las ganas de conocer no se agotan en una biblioteca, eso aprendí, que la curiosidad se expande como un virus. 

Entendí que las bibliotecas son personales, incluso íntimas: reproducen nuestras conversaciones; búsquedas; idas y vueltas; nuestro propio misterio. Que las preguntas prevalecen mientras alentamos el espíritu; que, a veces, podemos resumirnos en un título, nuestra cara visible, lo que contamos de nosotros mismos, pero, como los libros, en nuestras páginas guardamos sorpresas. 
Acercarme a la biblioteca de mi padre fue adentrarme en su mundo interior. Improvisar una versión. ¿Quién era, después de todo, Alejandro Bertrand? Mi padre guardaba entre sus libros, recortes de prensa; fotografías, anotaciones, papeles personales, una ventana al hombre que había detrás. Me sorprendió descubrir que llevaba una conversación consigo mismo que no era la misma que reproducía en casa. Me ayudó a entenderlo. A perdonarlo, también. Revolver su biblioteca, de alguna manera marcó mi paso a la adolescencia, entendí que las personas no se definen en blanco y negro. 
Más tarde encontré otros libros, otras formas de lenguaje, como cuando mi abuelo saltaba de la anécdota a la música, de los sonidos a los conceptos. La pregunta acerca del sexo, se lo debo a esas excursiones en bibliotecas, también mi afición a la filosofía, a las revelaciones que produce la lengua, a esos momentos de lucidez exquisitos cuando era capaz de articular una frase, una idea propia, porque las palabras actúan, detonan, subvierten y los libros me ofrecieron esa aproximación a las “cosas que suceden”, a la página que se ignora, pero cuyo relato existe, a cierto tipo de entendimiento. Cierta forma de belleza. 
Antes del sexo, filosofía y desarrollo del pensamiento crítico, o durante quizás, no recuerdo bien, hubo esas heroínas que marcaron una forma de ser mujer, cierta pulsión, pienso en Elizabeth Bennet, Jane Eyre o Catalina de Cumbres borrascosas. Esa rebeldía, un cohete disparado hacia delante sin límite. Era una chica de clase media de Santiago de los ochenta sumergido en ese aire gris y claustrofóbico que soñaba con liberarse, golpear con el puño, alzar la voz. Quería que muriera Pinocho y a eso  dediqué parte de mis energías, pero, sobre todo, quería Libertad, con mayúsculas. 
La pregunta quién soy y de qué materia estaba hecha, inauguró una seguidilla de libros de filosofía y ensayos para abultar mi discurso, hacer más precisa mi búsqueda, mis palabras. Entonces, era el verbo, la causa, la dicotomía. Comencé a leer poesía, guitarrear canciones de protesta, Silvio Rodríguez, Mercedes Soza, Violeta Parra, Los prisioneros, Cindy Lauper, girls just wanna have fun, y con los chicos del barrio recorríamos las calles cada tarde en bicicletas, un poco más lejos y más, en cualquier momento, el mundo entero. Mientras tanto, igual que mis heroínas, luchaba por una igualdad que, entonces, se parecía mucho a la libertad: levantaba ruedas; andaba sin manos; usaba solo pantalones, jugaba a la ouija y fumaba a escondidas. 

Me fui construyendo. 
Y ahí estaba la roca.
Seguían los libros.

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