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Carta abierta a mi peor enemigo
Por Alberto Tasso, Tamara Tenenbaum, Carlos Ríos
Cuando la interpelación al otro se pierde en la vorágine del diálogo digital, la carta abierta funciona como un manifiesto que permanece en el tiempo. Tres autores le escriben a su peor enemigo (y a cualquiera que quiera escuchar).
Por Carlos Ríos
No voy a perder tiempo saludándote.
Un día me vi en tu cara y construí una máscara.
Maldito cero a la izquierda, bueno para nada, espejo traicionero.
Odiarte es una reverencia que invierte el gesto para transformarlo en una espada.
Escribo esta carta –tal vez sea la primera y la última– para decirte que mi vida sin vos hubiera sido otra. Ni mejor ni peor; hablo de una vida distinta, la vida sin vos.
Escribo, mi peor enemigo, y no soy uno. Ahora soy diez odiándote. Quiero que pienses en cien odiadores. Un ejército imperial movilizándose en tu contra. Ahora somos mil. Escuchá cómo limpiamos nuestros pies en tu zaguán.
A veces pienso que mejor sería olvidarte. Dejar el pasado donde está. Los dos sabemos que es un lujo que no nos podemos permitir. No lo haremos.
Con tal de que no vuelvas, ni bien mueras llevaremos tus cenizas a la luna. Antes ocultaremos tu cerebro en una lata. Esta misma noche. Repito: tu cerebro en una lata. Estoy escribiéndote y es probable que esta carta llegue tarde a destino porque antes voy a aparecer yo para decirte todo esto que ahora estoy escribiendo. Mejor no. Dejemos que el curso del tiempo organice las cosas. Que llegue esta carta primero. Al leer cada palabra quiero que sientas cómo voy rodeando tu casa. El estrépito de los vidrios al quebrarse. Las columnas de humo. Voy a robar los animales para adiestrarlos en tu contra. Los criados serán ajusticiados.
Escribo estas palabras mientras escucho a Paquita la del Barrio: “Infrahumano / espectro del infierno / maldita sabandija / cuánto daño me has hecho”. Puedo imaginarte dormido, tu cuerpo tibio entre frazadas. Soñando con una vida mejor. Vos, que nunca supiste lo que es el hambre ni la necesidad. No tengo esa suerte porque arruinaste a mi familia y desde el mismo día en que tuvo lugar la estafa vivo en una zanja de la periferia. No me fue mal. En la intemperie crecí con mis hermanos. Nos hicimos fuertes en la adversidad. Cada tanto íbamos hasta tu casa a pedir un pedazo de pan y te veíamos tan limpio frente a una taza de café con leche que pensábamos que se trataba de un espejismo. Ahora sé que ese lugar nos correspondía.
Quiero que levantes la cabeza de esta carta y que me escuches. Ahora no leas. Escuchá bien. Nos acercamos con los perros. Falta poco para que amanezca. Te juro que no vas a ver la luz del día. Escribo y puedo ver cómo te morís de miedo. Estás en el centro de tu habitación y todo alrededor es un torbellino que va consumiéndote.
Del temor pasás al odio. Ahora estás diciendo algo en contra mía. Puedo escucharte. De repente te envalentonás. Claro, el recuerdo de tantos años pisándome la cabeza habilita una fuerza renovada. Escucho, sí. Estás insultándome. No vas a detener la escritura de esta carta. Y para responder a tus insultos no voy a tomarme el trabajo de pensar una respuesta, mejor transcribirte algunos insultos que profirió Alberto Hidalgo en uno de sus vituperios más famosos. Tomá nota y hacete cargo de lo que te corresponde por chato, anodino, difuso, adocenado, digresivo, soporífero, banal, gelatinoso, vacío, burdo, chirle, dengoso, diárrico, inane, minúsculo, nulo, insípido, insignificante, pestilente, cochino, adefésico, fotófobo, lechuguino, currutaco, sotreta, huevón, arribista, trepador, embustero, tenebroso, hipócrita, taimado, cenagoso, nocivo, zorronglón, inmoral, deyectado, trapacero, fraudulento, fecal, siniestro, abyecto, miserable, venenoso, turbio, perverso, microbio, bazofia, cachivache, cloaca, cucaracha, monigote, payaso, parásito y cobarde.
Insultos aparte, hay cosas que tenés que saber. Yo fui novio de tus ex novias, novio de tus ex novios. Me enredé en promesas falsas con tal de revolcarme en el odio visceral que todavía te tienen. Prometieron denunciarte. Bien, eso no es todo. Hay viejos rencores que es preciso mencionar. Nunca te voy a perdonar que me hayas contagiado la rubeola. Que hayas tenido una televisión a color cuando nadie la tenía en kilómetros a la redonda y que no me hayas invitado a ver los dibujitos. Que me hayas hecho tropezar en la escuela ante la mirada de todo el curso. También la víbora en la zapatilla. Le compraste el auto a mi viejo a dos pesos, aprovechándote de nuestra situación desesperante y ese mismo día lo arrojaste a un barranco. Mandaste a robar la bicicleta que compré después de una década de ahorros, sacrificándome noche tras noche en los servicios de limpieza de los cementerios.
Claro, no querés que hable. Le pondrías cualquier precio al silencio. Quiero decirte que no voy a parar hasta contarlo todo en los diarios. No me quedan muchos años de vida y por eso tomé la decisión de decirte todo lo que pienso de vos. Voy a prenderte fuego, aunque haya tenido mis venganzas. ¿Te acordás del último Mundial? No pudiste ver los partidos en tu casa porque te quedaste sin cable. Bien, fui yo el que eliminó tu cuenta y la redirigió con sobornos hacia mi habitación en la zanja. ¿Te acordás cuando estuviste a punto de viajar a Europa por primera vez y el avión no pudo despegar por los incendios alrededor del aeropuerto? Después estalló la guerra y jamás pudiste hacer ese viaje tan soñado.
Dicen que los peores enemigos usan las palabras como si fuesen armas. ¿Dónde están las tuyas? De repente enmudeciste. Tus palabras no me asustan. Estas son las mías, aprendidas en los diccionarios que mi madre, de manera subrepticia, fue robándose de tu biblioteca familiar los meses en que estuvo a cargo de la organización doméstica en tu palacio.
Escribo todo esto y puedo sentir cómo vas colocándote el chaleco de miedo que te corresponde por haberme cagado la vida. Es un miedo muy diferente al que padecimos todos estos años por tenerte cerca. En medio de la pobreza, el miedo es el fuego con el que se sale a la calle. Es la vaina en la escopeta.
Soy, además, otros enemigos tuyos. Los que fueron a buscarte y ahora están pagando cárcel por oficios de tu padre. Los que todavía no nacieron y saben cómo odiarte. Los que se valen del Poder Judicial para limar tu prestigio. Lejos de esta carta y muy cerca de tu casa alguien está diseñando una maqueta en cuyo epicentro se dibuja tu figura. El guión está listo. Y ya están listas las palas que van a cubrirte de tierra.
La última vez que vi estuve buscándote por todo el pueblo y alguien dijo que había visto tu auto cerca de la iglesia. Imaginé lo peor. Estabas otra vez ahí, desafiando a los poderes espirituales, con el bidón de nafta en la mano. Quise advertirte que no saldrías vivo. No me escuchaste. Apunté con el arma, es cierto, pero no me animé a disparar. Me entregué y en la confesión dije que todo había sido idea mía porque no toleraba que fueras el mejor en todo. En mi defensa dije: nos prometió semillas. Agua de frutas. Boletos para el Buquebús. Y quedamos esperándolo. No venía y entonces cruzamos el río sin él. Enfrente, en la otra orilla, había gente parecida a nosotros, pero sin él. Comía de nuestra mano. Quisimos ser como él. Cuando estemos muertos, seremos como él. ¿Entendés? Queríamos ser como vos. Como vos.
Maldito idiota. Maldito genio. Antes de la estafa continental fuiste el mejor de todos. Que hayas escapado de la cárcel vestido de mujer ante la mirada de toda la Nación es apenas una anécdota entre tantas. Yo te vi hundir un barco. Era la embarcación de mi familia. Ahora soy el sobreviviente que viene a reclamar su indemnización.
Mil veces desgraciado.
Cien mil veces desgraciado.
La desgracia de haberte conocido es el dolor de ya no ser.
Hagamos, por ejemplo, filosofía: soy un desgraciado que cayó por la barranca de la desgracia ajena.
El otro día, sacándole a los libros el barro de la zanja con un resto de brazo que me queda –debo mover mis brazos con un sistema de poleas luego de que me pisaras las manos con las ruedas de tu ciclomotor–, encontré un poema de Juan Gelman que nos pinta de cuerpo entero.
Dice así.
Cohabito con un oscuro animal.
Lo que hago de día, de noche me lo come.
Lo que hago de noche, de día me lo come.
Lo único que no me come es la memoria. Se encarniza en palpar hasta el más chico de mis errores y mis miedos.
No lo dejo dormir.
Soy su oscuro animal.
Queda claro que pongo estas palabras de mi lado. Mi memoria edificada por vos, al servicio del testimonio en tu contra, para gozar en el daño irreparable.
Hasta pronto, mi amado y peor enemigo.
En esta destrucción nos abrazamos.
Carta a mi peor enemiga, por Tamara Tenembaun
Querida Pilar:
Estoy segura de que no te acordás de mí. Estoy segura, porque yo ahora también soy profesora, y tomo finales, y no recuerdo absolutamente ninguna cara ni ningún nombre de todos los que pasaron por mis manos. Así y todo, todavía no te entiendo. Pero te voy a recordar la historia, porque ya sé que no te acordás.
Es el año 2008 y yo acabo de cumplir 19 años. La universidad está tomada por el conflicto con el campo; decenas de chicos preciosos discuten en todos los pasillos si es más de izquierda estar con el Estado o con los pequeños productores. Yo no opino: la única vez que fui de excursión al campo en el secundario con mis amigas armamos le armamos un piquete a la profesora porque nos hicieron ver la esquila de una oveja y nos pareció una cosa barbárica. La oveja quedaba toda cubierta de perlas de sangre. Me quedé pensando en ese día por años. En la oveja, pero ante todo en nuestra arrogancia, en lo feo que se deben haber sentido los peones que nos recibieron con sonrisas francas para mostrarnos lo que hacían.
Acaba de terminar mi primer cuatrimestre en la facultad; cursé tres materias. Una era de promoción directa, Lógica, y la aprobé. La otra, Teoría y Análisis Literario, la voy a rendir en dos semanas. Una poeta dos generaciones mayor que yo me va a bajar un punto de la cursada por errarle al año de un texto de Derrida; va a decir que confundir al Derrida de los ‘50-‘60 con el de los ‘60-‘70 es un error conceptual, no memorístico. Pero faltan dos semanas. Ahora estoy en el pasillo esperando que me llames, Pilar, que me tomes el examen de Filosofía Antigua. Vos y la otra culebra, a la que ni voy a dignar con la mención de su nombre, aunque también me lo sé.
Lo primero que veo de vos, cuando te asomás a la puerta del aula a decir mi nombre, es tu panza de varios meses. Tenés los labios y el entrecejo fruncidos, pero el prejuicio puede más: me imagino que sos buena porque estás embarazada, y me quedo un poco tranquila. Y entonces empezamos.
La primera parte del examen se me borró de la memoria. Solo sé que yo hablaba y hablaba y para vos nada era suficiente. En un momento determinado directamente te quedaste en silencio. Me escuchaste terminar de contestar la pregunta y no dijiste nada, por un par de segundos que parecieron minutos. Finalmente suspiraste, como una nena caprichosa y una niñera cansada, y me dijiste, muy despacio y manteniendo el suspenso: “¿sabés qué? Te voy a dar un consejo”. Silencio otra vez. “Si pensás antes de hablar me parece que te va a ir un poco mejor. La otra culebra que no voy a nombrar te miró como si te hubieras pasado la raya, como si hubieras roto un código de honor que las malvadas tratan de sostener para que el mundo no arda. Yo hice fuerza en el paladar para no llorar. Incluso te agradecí el consejo.
Después de una hora y cuarto, contra todo pronóstico, me pusieron una nota bastante buena. Pero la parte rara del recuerdo viene antes. Mi sensación es que yo les gané el partido con una cita textual que repetí de memoria: Aristóteles, Metafísica 4:9. Toda la vida conté esa historia y nadie me lo discutió: ustedes me preguntaban algo sobre las categorías y yo contestaba que eso estaba en Metafísica 4:9, y decía el fragmento entero, como un prodigio. Pero resulta, me enteré escribiendo esta carta, que Metafísica 4:9 no existe. El cuarto libro de la Metafísica de Aristóteles tiene 8 libros nada más.
Pasaron más de diez años, ya no voy a la facultad hace un montón, mi título está en trámite pero eso es otro asunto. No sabremos nunca, porque si yo no lo recuerdo jamás lo recordarás vos ni la culebra, si me estoy equivocando en el fragmento, si dije 4:2 o 4:5 0 4:7 y después por años conté la historia con 4:9; en el fondo es lo más probable, porque si no en lugar de un 9 me hubieran puesto un 2. Pero imaginemos la otra opción, Pilar, para que en lugar del odio nos una un momento mágico: imaginemos que yo, en ese momento, recité un fragmento tan esclarecedor, tan justo y tan necesario que te hizo olvidar todo lo que sabías sobre filosofía antigua, que te borró por un momento de la mente la cantidad de libros que tiene la Metafísica de Aristóteles. Un fragmento que no existe pero que hace tanto juego con el universo que tenía que existir, que existió por un minuto y medio.
Tuya siempre,
Tamara
Carta a abierta a mi peor enemigo, por Rodolfo Tasso
Querido enemigo.
Comienzo llamándote así, ya que la condición de peor no quita la humana que nos hace pares al menos en un aspecto. Ya se sabe que lo cortés no quita lo valiente.
Además compartimos una historia y un tiempo que comprende varias generaciones, y esto nos lleva mucho más allá de nuestras edades; niño, joven y mayor se confunden. Por otra parte, aunque creamos ser dueños de ideas y actos, ellos provienen de una herencia, si quieres un legado, que de una manera u otra nos condiciona, y a veces pesa demasiado. Allí vienen los “arreglos personales” que podemos y debemos hacer con esa herencia.
Aquí estamos, y en los estrictos términos de esta carta voy a considerarte mi enemigo. Aunque el sustantivo es fuerte debo asumirlo, porque la confrontación –especialmente las de ideas, posiciones y políticas- es dura, y hasta durísima, porque en ellas se juegan vidas.
Tú y yo estamos enfrentados, pues, como lo están blancas y negras en un tablero de ajedrez. Aquí estamos. Somos peones, alfiles o caballos. Nuestras torres se oponen, igual que el limitado Rey, que solo puede dar un paso, y la inefable Reina, que puede moverse a su antojo.
Descarto, por obvio, el personalismo de nombres y rostros. Importan más nuestros roles y tareas en el combate. En mi caso soy peón, esto es, soldado, y como tal debo acomodarme a las necesidades de cada operación. A veces manejo lanza y estólica. Otras soy arquero y mi flecha es un lápiz, que si tiene la punta afilada será más penetrante que una punta de proyectil de piedra, aun con pedúnculo.
Ya en tren de confidencias: no me gustan las armas de fuego, aunque fui formado para su uso por las películas del far-west, las novelas policiales de todo tiempo, y el Ejército Argentino, que me entrenó como jefe de la sección tiradores: manejo el FAL y la ametralladora. Como vez, fui educado para el cañón, y por tanto para ser carne de cañón. En consecuencia, afirmo mi preferencia por pensamiento, amor y pluma. Pero si llegara el momento de la espada, también es cierto que no dudaré.
En cuanto a ti, aclaro que no quiero eliminarte, sino sólo vencerte. No usaré el rompecabezas incaico, no deseo comer tus sesos ni beber en el vaso de tu cráneo. Pero estoy defendiendo un territorio y ampliar sus fronteras, invadidas ya hace mucho tiempo, que ahora hostigan nuestra tierra para convertirla en el erial de sus intereses.
La celada de la armadura no deja ver nuestros rostros, y si levantara la mía a pedido del Rey, no vería rostro sino el sólo vacío; le diría que soy el caballero inexistente que imaginó Ítalo Calvino. Más sin embargo existo, esto es, creo existir, hasta que se demuestre lo contrario.
Ahora bien ¿qué defendemos, y qué atacamos? ¿Qué es lo que está en el centro de mi preocupación, y también en el centro del debate público? Se trata de derechos y libertades, los mismos –mutatis mutandi- cuya privación movió a nuestros pueblos originarios a resistir la invasión española y portuguesa, esa experiencia colonial que torció el destino de América, que aún se describe en las aulas como “heroica conquista”.
Los mismos que, tres siglos más tarde y ya en tiempo de la república, los obligaron a resistir (pagando la empresa con sus cuerpos y hasta sus orejas) la esclavización –cuando no la masacre- que a punta de rémington y cuchillo realizó el Ejército Argentino, al mando de Julio A. Roca en la pampa y de Fontana en el Chaco, que esta vez fue denominada “conquista del desierto”.
No me olvido que Domingo F. Sarmiento, el venerado paladín de nuestras aulas, también estimuló la muerte con palabras que no me atrevo a consignar. Por eso su recuerdo está manchado por el alquitrán que arrojé sobre su busto –literariamente, se entiende- a mis 16 años.
Esa triste historia fue repetida durante los 50 años que siguieron por los ganaderos que se creyeron dueños de la Patagonia, y en la colonia Napalpí, en Chaco, por un grupo de asesinos que, para vergüenza del ejército al que pertenezco, usaban uniforme.
Comprenderás, me imagino, ya que creo ser tu par también en materia de comprensión, lo que siento hoy, en el riguroso presente del calendario, cuando veo otra experiencia de dominación del capital internacional sobre nuestros bolsillos, que son un componente central de la economía, la salud y de eso que llamamos bienestar.
Más aún si esta operación está capitaneada por los más altos funcionarios del estado. El dato no es nuevo, pero me enteré recién ayer: el FMI tiene una oficina en el Banco Central de la República Argentina. Para más claro, échale agua.
No, no está oculta la razón del malestar que enfrenta a nuestros roles, no solo por la cuestión nacional sino también por ese complejo poliedro que une raza, género, naturaleza y la cultura libertaria que los comprende en un haz de flechas que llevo en mi carcaj.
Pero ya es hora de empezar. Adelante. La segunda jugada será mía, con las negras.
Posdata, como aún se dice para rescatar algo de lo no dicho. Me acabo de dar cuenta que debo agradecer tu existencia, que me estimula a doblar la apuesta, a renovar las fuerzas de imaginación, pensamiento, cuerpo y pluma. Como decían los guerreros de la Amazonia: “a tu existencia debo mi conciencia, y a mi conciencia la lucha”. Luego de tu respuesta –que no dudo voy a recibir- podremos hablar cara a cara, al estilo paisano.