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Bitácora
Borges, un tigre y los libros robados
Por Esther Cross
Luego de cinco días de intensa actividad, el festival se despidió del público de Buenos Aires invitando a escritores y músicos participantes a leer un texto escrito durante los días de encuentro literario en la ciudad.
A unas cuadras de aquí, en una casa afrancesada y porteña, está la biblioteca privada de Borges, que hoy cuenta con la falta de tres libros robados. El último fue una edición de la Historia Natural de Plinio, anotada por Borges. Si el ladrón eligió ese libro especialmente, hay que reconocerle el nivel. Si es una casualidad y lo agarró porque estaba a mano, queda probado que la biblioteca de Borges mejora a todo el mundo, incluso a sus ladrones. Ahora está bajo llave, como control de daños.
La biblioteca se divide en dos antes de subdividirse por su cuenta en su interior. En un cuarto están los libros que Borges tenía en su último cuarto de Buenos Aires, que estaba en un departamento en pleno centro, en la calle Maipú. El cuarto está replicado en esta casa, sede de la fundación que lleva su nombre. En otra sala están los libros que Borges tenía distribuidos por el resto del departamento de Maipú, con la excepción de los que él mismo donó a la Biblioteca Nacional y los tres robados. La colección, aunque incompleta, incluye conceptualmente los libros que le faltan.
La biblioteca está ordenada según las reglas internacionales de catalogación. Leer esa biblioteca por tramos, en diagonal, despacio o a lo loco, es un viaje inmóvil: The Serial Universe, Idiarte Borda, Museo de Cera, Flaubert, Bombal, Cocteau, Michelet, The Wheel of Fire. En todas direcciones, se establecen sinapsis como flashes de sentido. María Kodama nos guió y nos explicó, contó historias y trajo una foto de Borges tomada en el momento exacto en que lo abraza una tigre, que se llamaba Rosi.
Desde la terraza se ve otra casa, esta vez colonial, donde vivieron Borges y su madre entre principios de los años 30 y el 43. La gente que veíamos en el patio y las ventanas es descendiente directa de los dueños que le alquilaban la casa a Borges y su madre. Había una placa de mármol conmemorando que Borges vivió ahí, pero una mujer la rompió a martillazos.
Hice un paneo y elegí un libro por el nombre: La cuarta dimensión, de Hinton. Después, en casa, averigüé que Hinton era matemático y escritor de romances científicos. Inventó la palabra teseracto y unos cubos coloreados para visualizar la cuarta dimensión que “enloquecieron a varias personas”. Pasó un día en la cárcel, condenado por bigamia: se había casado con Mary Ellen Boole, hija del inventor de la lógica matemática, y con Maude Whledon. Cuando salió se fue con Mary Ellen a Japón y Princenton . La entrada de Wikipedia tenía un toque borgeano.
En la planta baja de esta casa que calca a una –al replicarla en parte- y lee a otra –al observarla desde la terraza-, hay dos bastones, condecoraciones, una silla que en el respaldo muestra la cara de Borges por anamorfosis, manuscritos con dibujos hechos por Borges, postales y entre las fotos alusivas, una de Borges joven, bastante gordo, con traje blanco y barba.
El sábado recomendé libros en Eterna Cadencia. Hablé con dos lectores de buena trayectoria, que están leyendo a Adam Thilwell, que también recomendaba libros en la librería esa tarde. Una chica buscaba relatos donde el personaje fuera un un ser –humano, animal, alien- único, solo e incomprendido, como todos nosotros. Entonces buscamos los relatos de Kafka, para dar con Una cruza. Se habló de Mailer, Lina Meruane, Flanery O’Connor, Mafalda, José Emilio Pacheco, Ángela Pradelli, Silvina Ocampo, Natalia Ginzburg, El reino de las mujeres, Selva Almada, La máscara sarda, Ray Bradbury, Guillermo Enrique Hudson, Pizarnik, Brecht, Girondo y pedí que me dieran Una muchacha muy bella. Tomé nota mental de las recomendaciones que me hicieron intencionalmente y sin querer. Pensé que todo el tiempo se arman bibliotecas instantáneas en el aire cuando hablamos. Cuando hablamos de libros, se forman bibliotecas transparentes con libros recordados y que vamos a recordar. Hablamos de Mariana Dimópulos, de La piel dura, de un cuento de Ana Cerri. En un colegio de la provincia, los chicos están leyendo El matadero. Pregunté por el robo de libros y me derivaron al especialista, la contracara del ladrón de libros, un ex librero que casualmente estaba ahí, sacando fotos.
“Hablarme de este tema es pasarme de doctor Jekill a Mr Hyde”, me dijo. Se llama Sebastián y es el Macgyver de las librerías. Cuando pesca al ladrón, se hace el policía, para sacarlo de mentira a verdad. Empieza por acercarse, porque un policía nunca viene, siempre se acerca. Después le pide documentos. Una vez, por parar a un tipo que se llevaba un Seminario de Lacan, lo metieron preso. Cuando vio que estaba en la celda con el ladrón, pidió que lo cambiaran de suite. La visión romántica del ladrón bibliófilo es incorrecta. Las personas roban libros para revenderlos. Es el famoso “te lo consigo para la semana que viene”; hay que dejar unos pesos de seña que en realidad son seguro de fianza.
La librería es de primera. Los días de semana es una cruza de librería y biblioteca. Escuché la historia de una mujer que va a las presentaciones, toma el vino, opina, y una vez, cuando terminaba una presentación, levantó la mano y le preguntó al escritor cuál era su nombre y por qué lo habían publicado. Cuando se habló de Leila Guerriero apareció alguien con Frutos Extraños, sin consultar en ninguna computadora, directamente. Es que esta gente anda por ahí y afina imprecisiones con su atención flotante. En ese movimiento subido en cantidad, los libreros estaban activos y relajados al mismo tiempo, con esa actitud que tienen los libreros. Son como los cantantes que te hacen sentir que cantar es fácil, son los autores intelectuales de nuestra buena suerte. Había mucha gente entrando y saliendo de la librería y afuera, tomando algo en la calle.