Fundación FILBA

  1. EN
  2. ES /

Archivo

Bitácoras del Filba Nacional La cumbre I

Bitácora

Bitácoras del Filba Nacional La cumbre I

Por Martín Cristal, Mariano Quirós, Agustín Ducanto. Betina González, Martín Kovensky, Eloísa Oliva

Seis autores recorren lugares emblemáticos de la ciudad y los reflejan a través de su escritura personal. En esta lectura de cierre comparten con el público su propio mapa de La Cumbre. Mariano Quirós y Agustín Ducanto fueron a la reserva de monos Cararyá, unica en América Latina; Martín Cristal y Betina González se perdieron en el mítico laberinto de Los Cocos; Eloísa Oliva y Martín Kovensky compartieron un pic nic río arriba, en las sierras. 

Rerserva de monos Carayá - Mariano Quirós 

Qué detalle interesante el del Filba, pensé, que con tanto gorila suelto por el mundo me invita a una reserva de monos carayás. Me encantan los monos carayás, sobre todo por su aullido, ese oleaje poderoso y grupal que se abre paso desde las entrañas del monte y nos deja, de pronto, a la intemperie.

Dicen que el del carayá es el aullido más ruidoso del mundo. Lo mismo dijeron en su momento del aullido de Allen Ginsberg (y había algo de simiesco en el aspecto de Allen Ginsberg. Todos tenemos, a decir verdad, mucho de simiesco en el aspecto; pero no todos tenemos aullido). Soy un hombre de poca fe, pero yo quiero ver como vio Ginsberg, quiero ver a las mejores mentes de mi generación, quiero ver a los transas, los ñeris, los guachos y las guachas arriba y arriba, quiero ver a los muertos, los indios, las putas y los putos del subtrópico litoraleño… quiero ver si soy capaz de verlos.

De los monos que vimos en la reserva, mi grupo favorito fue el grupo que no se dejó ver, el grupo del mono Clemente y la mona Jamaiquina. El grupo más tímido, nos explicó la guía Gabriela. Se me ocurre que también era el grupo más sabio. Era un mediodía frío y grisáceo, de hecho una nube nos había envuelto y yo pensé que estaba muy bien que aquellos monos se resistieran a nuestro llamado. Sobre todo porque minutos antes habíamos visto a otro grupo, pegados un mono a otro para resguardarse del frío, a la manera en que se pegan los jabones viejos, con la ilusión de hacer uno solo y más poderoso.

Pero sobre todo, se me ocurre, la reticencia de aquel grupo -el de Clemente y Jamaiquina- a dejarse ver, era porque son monos en rehabilitación, y a quién le gusta que lo expongan en trance semejante. A la Mona Giménez, dijo entonces el guía Juan Pablo. Aunque al toque se retractó: la Mona Giménez no tiene margen de rehabilitación, y por eso es que nos gusta tanto.
Tampoco parece que hubiera rehabilitación posible para Jesús, uno de los monos capuchinos -ya no carayá- que viven en la reserva. Los capuchinos no aúllan, pero el acto de Jesús puede entenderse como el alarido desesperado y primordial de una especie al borde del colapso: Jesús robó el celular de un turista que no dejaba de sacarle fotos. En otro ambiente, semejante proeza le hubiese valido a Jesús un buen tiro en la espalda. Pero aquí en la reserva -y tras una ardua negociación- le cambiaron el celular por cuatro bananas. No es un mal negocio, las bananas por lo menos tienen potasio.

También contó el guía Juan Pablo -dicho así pareciera que hablo de algún Papa, pero no-, contó el guía el drama de los monos que, como Jesús, llegan a la reserva “demasiado humanizados”. Lo entendí perfectamente porque a mí me ocurre con frecuencia: puedo llegar a un evento y comportarme con un cierto decoro, hasta puedo compartir una lectura. Pero hay monos, contaba Juan Pablo, que al pasar años, lustros, décadas viviendo en el seno de familias humanas adquieren hábitos absurdos como fanatizarse con el yogur serenísimo extra firme sabor frutilla, entusiasmarse con la chacarera o con la música electrónica, o incluso pretender el lugar del hombre de la casa. Dice Juan Pablo que, con un mono en el medio, la vida familiar puede hacerse insoportable. Por un momento -muy fugaz por cierto- la ternura aparente de un carayá me llevó a pensar que Juan Pablo exageraba, que no puede ser para tanto, que con ajustar un par de asuntos aquí y allá la convivencia es posible. Pero luego recordé al intolerante Charlton Heston, los problemas que había tenido en aquella saga inolvidable. Pero muy por encima pensé en mí, en mi carácter blandengue, y me dije que a la primera de cambio cualquier mono apenas prepotente se quedaría con mi familia entera, incluidas mis dos abuelas. Y si fuera una mona… ya no quise imaginar tanto.

Lo cierto es que llegamos tarde -o demasiado temprano- para escuchar el aullido de los carayás. Se sabe, estos monos practican el respetuoso saludo al sol, con lo que es necesario estar allí al amanecer o bien a la hora del crepúsculo. Llegamos, como insinué hace un rato, pasado el mediodía y no nos quedó más remedio que conformarnos con la descripción del aullido. Incluso con algún intento de imitarlo. Por supuesto, no vale la pena que yo aumente el ridículo de esta exposición mía con un intento semejante. Apenas contarles, si sirve para algo, que para mí el aullido del carayá llevará para siempre, entre otras cosas, la alegría desquiciada de mi abuela. Años atrás, en Paso de la Patria, Corrientes, los carayás todavía eran los dueños del monte. Al caer la tarde con mi abuela nos arrimábamos a los árboles donde se iniciaba el reino carayá y a la primera oleada de aullidos salíamos disparados de vuelta a la civilización, que era la casa que mi abuela y mi abuelo tenían ahí en Paso -cuando el turismo ramplón no había cambiado el aullido por el bullicio tilingo de la opaca aristocaracia del nordeste-. Después en la casa mi abuela imitaba para mi abuelo aquel grito primordial y reía, mi abuela, como una loca reía. Con tan poca cosa. O mejor dicho, con toda la furia del monte carayá. Ahora mi abuela está envuelta en esa nube extraña que acompaña la vejez y que solo permite acceder a recuerdos muy determinados. A mí me gusta preguntarle a mi abuela: ¿te acordás de los monos en Paso de la Patria? Y me gusta, entonces, ver su rostro de repente iluminado.

El guía Juan Pablo dijo que el aullido del carayá, si hay buen viento y buena suerte, puede desplazarse hasta 16 kilómetros. Que quién sabe, dijo, las veces que sentimos ese aullido y pensamos que fue otra cosa, un coche con los parlantes mal calibrados, una fiesta de 15, la calma aparente del río (o bien su furia camuflada).

El asunto es que, por cada kilómetro que se desplaza, el aullido del carayá adquiere una forma y un significado distintos: en el primer kilómetro predomina, desde luego, la fuerza; en el segundo se valora su intensidad; en el tercero podemos valorar lo que de música hay en un aullido… no retuve cada kilómetro, sepan disculpar -o agradecer-, soy un hombre de esta época y me disperso con facilidad.

Pero sí retuve lo que de bueno tiene el kilómetro 16 -el último, se supone- en el desplazamiento de un aullido carayá. Allí, en ese kilómetro, confluye todo lo anterior: la fuerza, la intensidad, la música, más todo aquello que lastimosamente no retuve. Es por eso el momento más perturbador de un aullido. Y es cuando llega, con toda su melancólica furia, el silencio. Hagan la prueba y paren la oreja. Eso que quizá no sientan, es un aullido.

Bitácora - Reserva del Proyecto Carayá

Agustín Ducanto

    ¿Cuál es la diferencia entre catorce años y veinte días? Hagan el cálculo, si quieren. Es una pregunta retórica, para empezar esto de alguna forma. Lo único que intenta decir es que esa es la diferencia temporal entre las estadías de Juan Pablo y Romina, las dos personas que se alternan para acompañarnos en el recorrido por la reserva del Proyecto Carayá, una especie de refugio y lugar de rehabilitación para el mono del mismo nombre y de uno de sus parientes, el mono capuchino.

    Juan Pablo tiene la barba crecida de manera despareja, sin cuidado. Romina, después, va a dar muestras de algo parecido. Cierto descuido que se traduce en la ropa de ambos. Parece ser que lo importante ahí es otra cosa. Romina tiene un barbijo a medio camino entre la pera y el cuello, incumpliendo su función protectora. Me muero de ganas, pero no voy a preguntarle por qué.

    Juan Pablo es biólogo y no lo parece. Aunque qué sé yo cómo se ven lo biólogos. Mi único contacto cercano con uno es la madre de un amigo, una bióloga especialista en genética que, si me apuran, tampoco diría que lo parece. Lo primero que dice Juan Pablo, después de la bienvenida, es algo sobre los monos de la reserva, algunas de sus señas identitarias, quizás algo sobre la cantidad de ejemplares que albergan. Un dato que no recuerdo, pero importa. Lo segundo que dice es un chiste sobre la Mona Jiménez, un espécimen que ya no tiene forma de ser rehabilitado. Busca ser gracioso Juan Pablo, varias veces lo consigue, según mis parámetros. No sé si es lo tercero o lo cuarto, pero eventualmente lo dice: los monos que están en la reserva están ahí para reinsertarse en la vida natural. Se trata de especímenes que han sido humanizados y eso es terrible. Los monos son llevados a la reserva para que vuelvan a ser lo que eran, para que reaprendan a serlo, porque su naturaleza les ha sido quitada. La reserva, luego del cautiverio doméstico, es una espacio de “libertad controlada”, así la llama Romina. Ella hace veinte días que trabaja como voluntaria. Nada, pienso, también creo que lo digo. Dice que toda su vida fue proteccionista, una palabra que rebota con cierto caos en mi cabeza, y que hace un tiempo una hermana suya con su cuñado estuvieron de vacaciones por la zona y visitaron la reserva del Proyecto Carayá. A partir de eso, ella aplicó para ser voluntaria. Justo estaban buscando gente, nos cuenta. Yo pienso: ¿cuándo no lo harán, cuándo la ayuda para preservar una especie es la suficiente como para ser ignorada? Me imagino el mail de rechazo: “Le agradecemos su interés, pero estamos llenos. Los pobre monos no dan abasto con tantos voluntarios”. Por suerte no era el caso cuando Romina aplicó, gracias a eso pudo venirse desde Catamarca, hace veinte días, aunque por la forma en que se mueve por el terreno y la familiaridad con que llama a los monos para comer parezca toda una vida.

    ¿Cuántos años tendrá Juan Pablo? Podría estar en los primeros treinta o pasando cómodo la barrera de los cuarenta. En las sierras los cuerpos envejecen distinto, como si les pasara otra cosa. ¿Seré capaz de decir que los catorce años que lleva trabajando en la reserva son toda una vida? Acabo de hacerlo. Es Juan Pablo el que da los datos duros, la terminología precisa, creo que usa alguna aunque no estoy seguro. En su afán de ser gracioso, intenta evitar ponerse técnico. Creo que todos se lo agradecemos.

    Resulta que el carayá nace gringo y se vuelve negro cuando envejece. Complejo el carayá, vive el paso del tiempo como un proceso de oscurecimiento. Para vivir, se organiza en pequeñas comunidades lideradas por el macho alfa y su pareja principal. La historia es conocida, el alfa es el más bravo, con violencia lo tuvo que demostrar. Después, cuando se vuelva cada vez más negro y más viejo va a venir otro macho más joven y le va a decir que su tiempo como jefe terminó. En una pelea sin ningún tipo de épica se lo va a decir. Pura naturaleza haciendo sistema. Lo que me sorprende es enterarme que esa pelea por el trono no se va a dar nunca entre ejemplares con un vínculo de sangre. Parece ser que son seres de familia los carayá. Un mono macho que es príncipe, nunca va a desafiar a su rey padre, sino que se va a ir a otros reinos para intentar derrocar al líder. Si lo consigue, va a matar a todas las crías macho del antiguo alfa. Así se asegura cierta paz en el reino durante algún tiempo.

    Con los ejemplares hembra pasa algo parecido, hay guerra por ser primera dama, matriarca, y las que pierdan en esa lucha tendrán que irse u ocupar alguna posición relegada que les permita seguir viviendo con el grupo. Subordinadas y subordinados son todos los que no son alfa, ni letra tienen. La matriarca no cría a sus hijos, se las da a las hembras jóvenes para que “practiquen”, dice Juan Pablo, así aprenden. Imagino que la reina lo hizo en su momento, antes de destronar a su predecesora.

    La mayoría de estos datos los da Juan Pablo, los de los monos y los de los otros animales. Nos cuenta, por ejemplo, que tienen varias vizcacheras en las trescientas hectáreas de la reserva. Las vizcachas mantienen el pasto corto y son alimento del puma (han visto dos por la zona), que evita que se conviertan en plaga y, además, lo distraen de la tentación del ganado de los pobladores de la sierra, que no dudarían mucho en armar una partida de caza para cobrarse las pérdidas. Otra vez, pura naturaleza haciendo sistema.

    Romina aporta pocos datos nuevos, más bien repite algunas cosas que acabamos de aprender. Igual, ella habla menos que Juan Pablo. Quizás tenga que ver con la presencia inexplicada del barbijo o con el hecho de que está buscando al grupo más chico de carayá que hay en la reserva, solamente seis ejemplares. Pero tal como nos avisó durante la caminata hasta llegar al bosquecito donde viven, son tímidos y no aparecen. Hace frío en la altura de la sierra, hace frío y llovizna cada tanto. Es muy probable que los seis monos de este grupo más aislado, de naturaleza más tropical que el fresco otoño serrano, estén abrazados en la copa de un árbol, haciendo que el calor circule entre ellos por contacto. Tiene un nombre esto que hacen los carayá, pero no lo recuerdo. Lo dijo Juan Pablo, el biólogo. Esperamos algunos minutos en medio de un grupo breve de árboles por el que pasa un arroyo con bastante agua, quizás por la lluvia que hace rato amenaza pero hace poco que se hace presente. Eso lo dice Romina, la voluntaria.

    De un momento a otro, como pasan muchas cosas en las sierras, algo que parece niebla se nos acerca. Es una nube que, imagino que por algún juego de densidades y condensaciones, baja sobre nosotros. La expedición final frustrada, el frío, la llovizna y ahora la nube que nos envuelve nos dicen que volvamos, que ya está. Vimos algunos monos, los simpáticos, aprendimos sobre ellos y aprendimos, si es que no lo sabíamos, que no tenemos que frenarnos en la ruta para comprar a sus crías sedadas con vino. Nos espera la combi, nosotros nos vamos pero ahí quedan Juan Pablo y Romina, el de los catorce años y la de los veinte días. Tengo la certeza de que ninguno de nosotros, los que fuimos de visita, entendemos cabalmente el entorno a pesar de lo que aprendimos. Con respecto a ellos dos, me quedan más dudas, más allá de la diferencia entre sus estadías. Romina nos saluda, medio yéndose a seguir con alguna actividad que los monos necesitan que haga. Juan Pablo debe estar haciendo lo mismo. Pienso eso y me quedo tranquilo, ellos son interferencias positivas de la naturaleza cuando hace sistema.

Bitácora – Laberinto de Los Cocos

Betina González

Quedarse en laberinto


Nunca me gustaron los laberintos. Al de Los Cocos vine por primera vez de chica. Hacía calor. Creo que me aburrí. Me cansé de dar vueltas entre los ligustros y volví sobre mis pasos. En una familia grande se convive con el miedo de que tus viejos se olviden de pasar lista y se vayan sin vos (un miedo que, imagino, no conocen los hijos únicos). En esas vacaciones, me quedé en la glorieta, oyendo las risas y corridas de mis hermanas que encontraron bastante pronto la salida. Mis hermanos, mucho más vivos, treparon por los cercos y salieron por donde quisieron. A mí me dio igual. Ser el mejor, el más rápido, el que encuentra la salida, el que salva a la ciudad del monstruo, siempre fue el juego de otros, no para mí. Soy la tercera de seis. Quizás por eso siempre me entrené para perder. Puntos no me faltaban. Por un lado: apellido vulgar, familia numerosa, casa berreta en el conurbano, padre fascista por default. Por el otro: ambiciones “artísticas”. Una combinación sin duda ganadora.

Tampoco de grande logré que me gustaran los laberintos. Para empezar, “ya sabemos quién” lo dijo todo sobre ellos. Ese señor tan serio, con su ajedrez y sus reyes '-pergeñador de cuentos persas” como le dijo algún colega- nos obligó a tachar la palabra de nuestro vocabulario durante tantos años que se volvió solemne, pura roca: prohibida. Nada del juego de niños o de la hazaña quedó en ella.

Mirar a Grecia en busca de inspiración, tampoco ayuda. Ahí está todo eso que debió ser nuestro pero que ya sabemos que no porque, si sos de “Latinoamérica”, sos un invento francés y si, además, sos mujer, sos el invento de algún varón y entonces ni siquiera podés entrar al laberinto. Te toca quedarte en la puerta sosteniendo el hilo y pasás a la historia como se debe: pura, blanca, perfecta, convenientemente abandonada a los lugares comunes de la poesía. En alguna versión del mito, a Ariadna la reclama un dios, premio consuelo si los hay, por más que este sea Dionisio y le haga diez hijos. 

Parece que la etimología de la palabra “laberinto” refiere a un hacha de doble filo, símbolo del poder en Creta. Se esconde un monstruo o un tesoro en el centro de una estructura intrincada que invita, sin embargo, al duelo o al robo. Desafío del rey que en el fondo desea ser destronado a través del recorrido de su bello, ostentoso juguete.

El único laberinto al que siempre quiero entrar es al de Alejandra. Tiene forma de útero y de testigo. Sí, esa Alejandra. Ya saben. La que por mucho tiempo no estuvo bien citar porque lo confesional, lo menstrual, lo infantil, lo maravilloso y la inmensa soledad del lenguaje que nunca alcanza te llevan por el mal camino. El camino de Sylvia, de Alfonsina, el de las muertas vivas, el de la invisibilidad, que también es el del mero nombre de pila. “Invisibilidad”, palabra muy de moda en estos días. Todas quisiéramos ser un poco más visibles. Pero Alejandra no. Para ella el laberinto era un refugio, una morada. Como un libro en el que una se dobla y se guarda todas las noches. Un lugar del que no se sale, del que no se quiere salir. El jardín en el que el tiempo se vuelve espacio y el espacio se vuelve tiempo. Ahí donde se escribe a escondidas y apretando los dientes. Ahí quiero estar.

El laberinto del que hablo es el refugio de los que jugamos a perder y de eso hicimos una poética.

Regresar a este laberinto verde, en Córdoba, un día de lluvia en el que también me cansé y volví sobre mis pasos es una especie de confirmación. 

Que nadie espere de mí una hazaña. 

Eso sí que es correr con ventaja.

Martín Cristal (Laberinto de Los Cocos)

El laberinto de nuestros días


El laberinto de Los Cocos no es tan peligroso ni descomunal como aquel en el que se perdía una jovencísima Jennifer Connelly en la película de Jim Henson, ese laberinto habitado por títeres y marionetas cuyo señor era un malvado David Bowie (aunque con la peluca de Tina Turner). 

Este otro laberinto, ubicado en un parque recreativo a pocos kilómetros de La Cumbre, se encuentra en una repentina hondonada del terreno; por esa disposición y por la modestia de sus dimensiones, puede decirse que presume de una gran honestidad, de una clara vocación de fair play: su trazado se muestra por completo ante los ojos del visitante que llega a la entrada dispuesto a internarse en él.

No te esconde nada. Incluso te da la chance de que, desde el principio, puedas ver dónde está la salida. No se encuentra en el lado opuesto de de su intrincado territorio, sino en el centro: ahí se eleva una pérgola, a la que se sube por unos escalones de cemento, desde la cual se proyecta una pasarela angosta hacia el exterior. Suele decirse que de todo laberinto se sale por arriba; en el laberinto de Los Cocos, esto es una verdad literal.

El de esa mañana de viernes fue el segundo paseo de mi vida por este laberinto serrano. Desde Córdoba traje conmigo una foto de la vez anterior: había venido con toda mi familia, durante unas vacaciones de verano de treinta y cinco años atrás.

A esa foto la tenía guardada en una carpeta con los apuntes que había tomado para mi segunda novela. Es una foto de mediados de los años ochenta: yo tengo unos doce años; mis hermanas, siete y diez. Salgo con un short y una remera azul marino, de esas que se usan para jugar al tenis (yo jamás practiqué ese deporte). 

La foto fue tomada por mi padre desde la pérgola elevada de la salida. Mis hermanas y yo estamos en uno de los corredores. Todo está iluminado por un sol matinal que deja las caras superiores de los setos a plena luz y las paredes internas en sombra. Estamos detenidos, posando para la foto sin avanzar, con las caras elevadas hacia la cámara.

Más adelante, en el mismo pasillo en el que estamos los tres, se ve un cartel sobre una tranquerita de hierro. El cartel dice: No es tu día, porque la tranquerita está cerrada con candado. Supongo que esa y otras puertas similares se usaban para crear atajos por los que el personal de mantenimiento podía entrar con menos vueltas a hacer su trabajo. También, quizás, para proponer variaciones en el recorrido a los visitantes más asiduos. 

En la foto, dos pasadizos más allá del nuestro, se alcanza a ver la enorme jaula de un pájaro: toparse con esa ave en medio del recorrido podía ser un premio consuelo para quienes todavía no habían logrado escapar de las circunvoluciones verdes del laberinto.

Aquella de Los Cocos había sido mi única experiencia previa en un laberinto al momento de intentar crear uno de ficción, para esa segunda novela que finalmente se publicó en 2007 y se llamó La casa del admirador. Era la historia de un millonario tan obsesionado con Borges que se decidía a construir una casa a imagen y semejanza de su obra. Por supuesto, en el amplio parque de su mansión no podía faltar un laberinto; lo imaginé de perímetro triangular y, a partir del recuerdo de mi paseo familiar en Los Cocos, lo hice también con la salida a través de un atalaya central. Una pérgola elevada, como esta de donde mi padre tomó la foto. 

Esa foto difiere en mucho de lo que puede verse en el laberinto actual. Hoy por todas partes hay unos arbolitos, que parecen cipreses mochados a la mitad; antes esos arbolitos no existían. En alguno de esos cipreses truncos ahora hay cámaras de seguridad, que vigilan el laberinto, supongo que por si alguien se pierde o se esconde, para que el personal pueda encontrarlo fácilmente. Tampoco se ven por ningún lado jaulas con pájaros. Hasta el ligustro es completamente distinto: incluso parece hecho con una planta de otra especie.

Al entrar esta segunda vez, me di con que los setos no eran tan altos como los recordaba; ahora apenas me llegaban al codo, como mucho al hombro. Una vez que se baja a la hondonada ya no puede verse el trazado completo del laberinto, como antes de entrar, pero todavía es posible espiar cómodamente por encima de los ligustros cómo se extienden los pasadizos más próximos a aquel por el cual se avanza. De niño, esa perspectiva era del todo diferente: uno en verdad se hundía en el laberinto. Sólo podía ver hacia adelante y hacia atrás, a lo sumo espiar algo en alguna apertura entre los setos. Era divertido encontrarme de frente con alguna de mis dos hermanas; provocaba cierto alivio competitivo ver que ellas no habían encontrado la salida antes que yo. También nos saludábamos entre el follaje cuando nos descubríamos circulando por pasadizos paralelos. 

Si uno se emperra en buscar atajos, o en hallar un corredor que corte en línea recta hacia la pérgola central, es obvio que no conseguirá nada. Es mejor dejarse llevar, circular un poco, equivocarse, desandar camino, descartar las vías muertas, variar, memorizar: aceptar de entrada que el recorrido será más arduo de lo que aparenta. 

Todo esto lo pensé ahora, al recorrerlo con cuarenta y cinco años. Cuando tenía sólo doce, entré al laberinto sin un plan. Que es la peor forma de entrar a un laberinto, o mejor dicho: la peor forma de querer salir.

Otro dicho sobre los laberintos propone que, para recorrerlos con cierto método, una estrategia puede ser la de girar siempre a la derecha en cada recodo o bifurcación. A los doce años desconocía ese consejo; a los cuarenta y cinco lo recordé demasiado tarde, cuando ya estaba perdido en la madeja horizontal del laberinto. Para colmo llovía, y mi paraguas no pasaba entre los arbolitos. Tuve que cerrarlo para poder seguir adelante.

Media hora parece poco tiempo para hackear un laberinto, pero sólo es así cuando uno mira esa media hora hacia atrás; mientras se está ahí, recorriéndolo, esa misma media hora transcurrida puede hacerse mucho más larga e incierta.

Pero, según mi reloj, eso es lo que demoré esta vez en llegar a la escalera de la pérgola. Cuando subí y pude ver el laberinto desde la misma perspectiva que la foto, no sólo comprobé que ya no tenía nada que ver con aquel que yo había recorrido de niño, sino que, además, recordé algo: mi papá nos sacó la foto desde ese punto de vista porque había llegado primero a la salida; mis hermanas y yo nos demorábamos y nos demorábamos: no encontrábamos el camino. Se nos hacía la hora de ir a almorzar y seguíamos ahí dentro. Entonces nuestro padre nos fue guiando desde allá arriba para que pudiéramos salir. 

Ahora que lleva casi un año y medio muerto, mi papá sigue, no allá arriba, sino acá cerca, adentro, guiándonos a los tres por un laberinto mucho más grande que el de Los Cocos, mucho más grande que Córdoba, o que Argentina, o que el planeta Tierra. Un laberinto universal y eterno que mis hermanas y yo ni siquiera transitamos del todo juntos ya, sino cada uno a su modo. Un laberinto del que no saldremos, salvo como salió él, hace un año y medio. Su guía constante, que a veces es silencio y a veces rumor, no quiere mostrarnos esa salida, que bien conocemos ya; sólo desea que lo recorramos en calma, con tranquilidad, seguros de saber ya quiénes somos.

Por eso el viernes, a pesar de la lluvia y de que quería irme, no hice trampa, no regresé sobre mis pasos para escapar del laberinto por la entrada; seguí adelante porque en medio de todo ese ir y venir por tanto pasadizo angosto y verde me di cuenta de que tenía que resolver ese juego para demostrarme que ya no soy un niño. Que puedo hacer mi camino solo, que puedo encontrar la escalera y subir a la pérgola, y que desde allá arriba puedo desplegar la mirada para ver si mi hija, que lleva sólo cuatro años en este laberinto interminable, va por el buen camino, o si necesita de mi ayuda.

Bitácora – Arroyo Cruz Grande

Eloísa Oliva


Una excursión en seis escenas
Primera. En los últimos días en La Cumbre se asentó la niebla. Me comentan que es común en otoño ver las sierras borroneadas, el paisaje que vive detrás de esa veladura, como si un director de foto conociera la mejor manera de presentarlo sin develar del todo sus secretos. Desde la ventana del hotel edificio señorial de 1909 manejado actualmente por un sindicato, la escena me recuerda, no sé, a Conrad: plátanos, cipreses y una larga avenida, cuerpos que se mueven en una velocidad aminorada por la bruma. La bruma, pienso ahora, vendría a ser la cámara lenta del paisaje. Robin Myers, poeta norteamericana contemporánea, tiene un poema en el que habla sobre la tontera de la comparación: una cosa es lo que es, lo que tenemos enfrente, sin necesidad de remitirnos a lo que podría evocar. Así que no importa a qué me recuerde, esta es la primera escena: la niebla en La Cumbre, pequeño poblado serrano del Valle de Punilla, de más o menos 7500 habitantes. 
Segunda. Al final del recorrido (sí, estoy poniendo la última escena en este lugar) le conté a Martín Kovensky, mi compañero de excursión, que siempre desconfío de lo que escribo, lo que acarrea innumerables padecimientos, ya que escribo muchas veces. Habíamos hablado previamente, en nuestro breve intercambio epistolar, del infierno de la escritura. Ahora, en la charla, caí en la cuenta de cuál es el problema, y es que desconfío de la manera de encadenar las palabras. A mí me interesa la precisión, y las palabras rara vez son precisas. Las palabras serían la bruma que nos separa de las cosas, del pensamiento, pero, en este caso, las nubes rara vez se disipan. Así que no esperen nada de este relato, hecho de esas cosas imprecisas y que difícilmente se apegue a un orden, hecho o rigor. 
Tercera. Los objetos. Martín maneja un Volvo de un año que no recuerdo, pero sí que empieza con mil novecientos. Un auto con vida propia, eso parece. Mi compañero trae bastones de trekking, y se disculpa por el gesto que podría verse aparatoso, pero que finalmente resulta clave para nuestra caminata de hora y media remontando el arroyo Cruz Grande. 
Cuarta. En el camino, el paisaje oscila entre la niebla y el sol. Mi compañero es más bien un guía, uno de lujo, que conoce el lugar de una manera íntima y particular. Está ligado a su llegada a La Cumbre, a su obra, a esos proyectos que todos hacemos creyendo en voluntades férreas de las que, por suerte, carecemos. Mientras avanzamos, ensayamos teorías e intercambiamos datos sobre la flora (la fauna no parece abundar), tratando de discernir los gestos que se esconden detrás de ciertos asuntos. Así es como la flora exótica termina siendo denominada como “las suecas”. De aquí en más, álamos, ampelopsis, agaves y otras pasarán a a ser llamadas con ese gentilicio: son las suecas de este paisaje, y ambos coincidimos en adherir al mestizaje, a la belleza sorpresiva que nace del cruce.
Quinta. Mi guía está especialmente preocupado por señalarme los rastros de la intervención humana  en este ecosistema: las paredes de piedra que contienen las orillas, el encauzamiento del agua para proveer a una casa. Esas intervenciones llegan al paroxismo con una cancha de tenis abandonada en medio del monte. Terreno apisonado, guías de metal, una red deteriorada hecha un rollo al costado. Puedo imaginar muy claramente a los fantasmas de otra época, de blanco radiante, practicando el deporte de la aristocracia.
Sexta. Pero lo más importante de esta excursión, para una confesa adicta a la charla, fue justamente eso: la conversación, protegida y abonada por la falta de señal, y zanjada por dificultades mínimas de avance en el terreno. Las tres horas que transcurrieron entre el ascenso y el descenso del arroyo estuvieron hechas de elucubraciones artísticas y filosóficas, de historias personales y lecturas, pero, sobre todo, y como buenos argentinos, de revisiones políticas. Así como en la procedencia y la mixtura de la vegetación, en cada cosa. Hasta llegar finalmente a Kropotkin y su teoría de la evolución que dasafía a la de Darwin, tema que por supuesto ambos interlocutores tocamos de oído. Con esa escena, la del apoyo mutuo, la de la acción colaborativa, llegamos de nuevo al volvo y plegamos los bastones. Y así, el inasible, difícil de fijar, brillo de la conversación, queda deshecho en el aire, como otra veladura sumada al paisaje.  





 

Más archivos Martín Cristal, Mariano Quirós, Agustín Ducanto. Betina González, Martín Kovensky, Eloísa Oliva