Fundación FILBA

  1. EN
  2. ES /

Archivo

Bitácora Filba Santa Fe 2013

Bitácora

Bitácora Filba Santa Fe 2013

Por Mario Ortiz

Luego de cuatro días de actividades, el Festival se despidió con una lectura colectiva de textos escritos a partir de recorridos por diversos puntos de la ciudad de Santa Fe. 

No hace mucho tiempo escribí algo acerca del epistemólogo Karl Popper. En su libro fundamental afirmaba: «Si se me ordena “registre lo que experimenta ahora”, apenas sé cómo obedecer a esta orden ambigua: ¿he de comunicar que estoy escribiendo?, ¿que oigo llamar un timbre, vocear a un vendedor de periódicos o el hablar monótono de un altavoz?, ¿o he de informar, tal vez, que tales ruidos me llenan de irritación?» (Lógica de la investigación científica, cap. 2 - § 30). Cuando los organizadores del encuentro me dijeron: “Vamos esta noche al casino y escribí acerca de lo que te llame la atención”, sentí el mismo desconcierto. ¿Qué es lo que uno registra en la experiencia de por sí inconmensurable? ¿Lo que simplemente está allí y que uno reflejaría como si fuese un espejo? De ningún modo. Uno accede a lo real con una mochila cargada de teorías y conjeturas. De algún modo, yo sabía qué cosas me interesaría observar en el casino.

Mientras caminábamos rumbo a la sala de juegos, le comentaba a Pablo Braun acerca del Bingo que funciona en Bahía Blanca. Instalado en pleno Centro en lo que fue un cine, tiene una actividad incesante. Durante los días de semana a las 7 de la mañana, mientras esperaba el ómnibus, veía salir jugadores. Alguien me hizo observar cómo, incluso, llegó a cambiar la geografía urbana a su alrededor: tres o cuatro casas de cambio y crédito fácil se abrieron en poco tiempo, y enfrente se alzó un hotel. Todavía lo recuerdo con espanto. Una mañana bien temprano debieron cortar el tránsito en esa calle. Un hombre de un pueblo cercano a Bahía que ocupaba una habitación para él solo había saltado al vacío desde un segundo o tercer piso. Imagino por qué.

Por otra parte, seguía contándole a Pablo, mi ciudad se ha llenado de agencias de lotería de la Provincia. Por todos lados puede verse el característico letrero verde y azul con el logo de una langosta en posición de dar el salto.

Debo reconocer que fui al casino para aprender algo y no para jugar. La competencia, cualquiera que sea, me causa desasosiego, y mucho más si es la competencia contra el azar. No soporto el riesgo, o al menos ese tipo de riesgo en el que se puede perder todo en contados segundos. Si no soy una langosta, ¿qué clase de bicho soy? ¿Acaso un grillo? ¿La cucaracha de Gregor Samsa? ¿O un bicho bolita que se cierra sobre sí mismo apenas lo rozan con la yema de los dedos?

El casino es un salón inmenso, casi imposible de abarcar con la mirada. Desde el techo baja una iluminación espectral de tonalidad verdosa que contrasta con el estallido de luces que se producen en las máquinas de juegos, todo mezclado con capas sobre capas de sonidos: música ambiente, ruidos electrónicos, fragmentos de melodías. Al fondo del salón, están las mesas de juego: ruleta, punto y banca, black jack.

Las manos de los crupiers se deslizaban sobre las fichas y arrojaban la bolilla en el borde de la ruleta y luego de tres o cuatro vueltas, caía en un casillero numerado. La rapidez y la precisión quirúrgica de sus movimientos me hicieron acordar inmediatamente de una escena que vi en un galpón de empaque de fruta en la ciudad de General Roca, Río Negro. Por una cinta transportadora se aproximaban las peras que los empacadores tomaban para acomodar en los cajones de madera. Uno de ellos me dejó sin palabras: con una mano tomaba una fruta, con la otra la envolvía con papel violeta y la acomodaba formando hileras oblicuas que alternaban con otras tantas hileras sin papel. Pera-papel; pera-papel; pera-papel. Luego pera, pera, pera. Todo esto lo hacía a tal velocidad y de un modo tan preciso que si uno miraba únicamente el cajón, parecía que se llenaba solo.

A un costado de las ruletas estaban las mesas de punto y banca. En una de ellas, la crupier -una muchacha joven- acomodaba las cartas. Tomó un mazo completo, lo puso en un extremo del paño, y con un solo movimiento semicircular trazó un arco que iba desplegando tras de sí el conjunto de naipes como si fuese la cola de un cometa. Desde lejos era una franja blanca en la que asomaban sólo los números, las J, Q y K. Realizó esta operación con otros tres mazos. Sus dedos, como pinzas de precisión, acomodaban las barajas que hubieran quedado desparejas o algo solapadas.

—¿Va a jugar, señor? Tiene que esperar un poco.

Le expliqué lo que hacía allí, y entonces pudimos conversar un minuto en forma distendida. Me explicó que el despliegue de cartas se hace siempre antes de abrir la mesa. Cuando ya están convenientemente acomodadas, viene un empleado del casino y les saca una foto. Aunque no me dijo por qué, supuse que sería un sistema de seguridad: se certificaría que los mazos estaban completos, que no habría cartas adulteradas. Ningún apostador podría reclamar nada si la suerte le resultaba adversa.

—Ahora me cuesta un poco acomodarlas porque el paño es nuevo.

Efectivamente, lo toqué y todavía se sentía la felpa verde algo acolchada, lo que dificultaba el deslizamiento.

—¿Son cartas especiales?

—Sí, son plastificadas profesionales.

—¿Y cómo hacen ustedes para ingresar como personal del casino?

—Cuando se producen vacantes, la propia empresa organiza cursos de crupier dictado por personas especialistas. Observan cómo se desempeña cada postulante, y los que quedan seleccionados, directamente ingresan.

Un rato más tarde, la misma muchacha estaba en otra mesa de punto y banca. Manipulaba las cartas con tanta rapidez y seguridad como si fuesen prolongaciones de su propio cuerpo. Devenir carta de los dedos.

Fui con otro compañero a un costado de la sala, un lugar apartado donde estaban las mesas de poker para apuestas fuertes. Mi compañero ya me había advertido que a los jugadores no les gusta que los observen; en caso de perder, pueden creer que uno les trae mala suerte. No obstante eso, entramos igual. Los empleados de seguridad nos dijeron que si no jugábamos, debíamos permanecer detras de una barrera alzada con unos extraños cubos decorativos de plástico que tenían luces en el interior.

Nos marcaron el límite.

Miramos un rato.

El clima era irrespirable.

Antes de que ocurriese algo desagradable, decidimos irnos.

A la mañana siguiente, mientras tomaba notas en el hotel, me quedé pensando en algunas de las cosas que habíamos visto y oído. Ya en el camino de regreso, mis compañeros de bitácora contaban historias fabulosas de cábalas, de extrañas y complicadísimas estratagemas para controlar el azar. Había un jugador que memorizaba todas las cartas que salían al juego; su regla mnemotécnica era las relacionarlas con los libros que había leído, los nombres de los autores o los títulos.

Todos estos jugadores se entregaban a procedimientos y cálculos extenuantes para adelantarse a un resultado azaroso. Entonces me di cuenta de que allí había una posible conexión con el modo de escribir en cierto tipo de literatura que me interesa en estos momentos, aunque se trate de una relación inversa. Pienso en Raymond Roussel. Para componer sus novelas partía de un procedimiento de escritura: buscaba dos frases que sonaban al oído ligeramente parecidas, pero de sentido contrapuesto. La primera debía abrir el relato, y la última cerrarlo. De esta manera, el azar de las semejanzas fónicas era lo que estaba en un principio, lo que se buscaba de antemano. Luego, el escritor se entregaba a extraños y complicadísimos cálculos para obtener de allí un relato. La narración emergía entonces como el vínculo lógico que unía dos heterogeneidades aleatorias.

En el escritor y en el jugador se verifica una dialéctica entre lo azaroso y el rigor más absoluto y demencial. Para unos, el azar está al principio de sus maquinaciones; para los otros, está al final. Ambos lo necesitan precisamente para conjurarlo. Esta contradicción es la que constituye el motor paranoico de sus vidas, de sus proyectos de escritura.

*
En la última jornada del FILBA, mientras leíamos nuestras bitácoras, la escritora Patricia Suárez que estaba sentada a mi lado me señaló que delante de nosotros, en el espacio que se abría entre la primera fila del público y el borde del escenario, había aparecido una enorme langosta. Quiso sacarle una foto con el celular, pero no salió nítida y creo que la borró.

No hay otro testimonio de ese insecto más que nuestros recuerdos.

Y estas palabras.

Más archivos Mario Ortiz