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Bitácora
Bitácora Filba Santa Fe 2013
Por Luciano Lamberti
Luego de cuatro días de actividades, el Festival se despidió con una lectura colectiva de textos escritos a partir de recorridos por diversos puntos de la ciudad de Santa Fe.
Yo hubiera querido andar en canoa por el río. Hubiera querido comer pescado en la costa, directamente con las manos, mirando el río que pasa. Pero en cambio nos mandan, a Selva Almada y a mí, a ver la inundación. No sabemos mucho más que eso, que vamos a ir al oeste, a la zona más afectada. Otros comerán pescado o reirán bajo la sombra de los árboles en hermosos parques autóctonos, nosotros vamos a cronicar el apocalipsis.
Cecilia me cuenta durante el almuerzo que el poeta Roberto Malatesta fue una de las víctimas. Que se tuvo que subir con la heladera y la cama al techo de su casa, y defender sus pertenencias a fuerza de cuchillo, porque había saqueadores que se aprovechaban del caos general.
Yo imagino un mundo de gente subida a los techos y armada para defenderse de los zombies, un poco como una canción de El mató. Niños en canoa, casas inundadas.
Pero nada de eso está a la vista.
Las aguas bajaron, la gente arregló sus casas, ayudada por la ridícula indemnización del gobierno de Reutemann, lo que estaba tumbado volvió a levantarse. Yo, que soy cordobés, no me acuerdo de nada, o de casi nada. Vagas imágenes de la televisión en esa época, ver las aguas arrasando los barrios y preocuparme y cambiar de canal.
Vamos al terraplén de la circunvalación oeste. El que maneja el auto es Mariano Pagés, un escritor que tuve el placer de conocer en este viaje, y que cumplía años el día de la inundación. Se acuerda de un libro flotando en el agua. Se acuerda de que su mujer perdió un piano. También de que Fernando Callero fue a visitarlo y se encontró con que en la calle había un río, y se volvió deprimido a su casa.
Nuestro guía es Cacho Sanagustín, cuyo apellido, como nos aclara él mismo, se pronuncia igual que el santo pero se escribe todo junto, “sanagustín”. Sanagustín no se olvida de nada, para él la injusticia todavía quema, puede hablarnos horas enteras de detalles técnicos, medidas de terraplenes de defensa y cotas y bolsas de arena, como si fuera un ingeniero hidráulico, pero también de eventos precisos de ese día y de los entretelones políticos, conectados unos con otros como en un gran plan.
Sanagustín nos muestra terraplenes, que son montañas cubiertas de yuyos, y después seguimos viendo más terraplenes, y más allá otros terraplenes. Porque lo importante no es lo que vemos (terraplenes y más terraplenes) sino lo que nos cuenta. Sanagustín habla con un tono de profesor de colegio técnico, y sabe prácticamente de todo.
También es electricista, lector de libros políticos, dueño de un metro noventa y siete de estatura. En su casa, que comparte con su madre y una de sus hermanas, nos señala una pared, por encima de su cabeza, y nos dice que hasta ahí llegó el agua. Después tuvieron que empezar de cero.
Nos pasamos fotos: una pieza inundada, una cocina inundada, un taller de electricidad inundado. Al retirarse, el agua dejó cinco centímetros de una sustancia pegajosa, compuesta de desagües cloacales y los residuos tóxicos de los talleres que rodeaban el barrio. La cocina es cálida, el patio delantero está lleno de plantas alimentadas por la humedad santafesina. En una estantería hay dos pequeñas estatuas, un buda sonriente y una foca, también sonriente.
Sanagustín corrió con sus propias largas piernas junto a una turba iracunda a Carlos Reutemann, cuando las papas se pusieron calientes.
La inundación es para él una constelación de signos paranoica y pynchoniana que sólo puede arrojar una conclusión, o mejor dicho dos. O los políticos implicados (a saber: Reutemann, Gualtieri, Rosatti, Pennisi y un tal Lamberto (que espero que no tenga nada que ver conmigo) son pelotudos, o son hijos de puta, aunque también cabe la posibilidad de que sean ambas cosas.
La tesis de Sanagustín es que la tragedia podría haberse evitado con muy poco, si los funcionarios correspondientes, muchos de los cuales eran ingenieros hidráulicos, hubieran hecho medianamente bien su trabajo. Pero una red de relaciones políticas inéditas dejó libres a la mayoría de los responsables.
Sanagustín espera y reclama justicia. Está harto de marchar todos los martes sin obtener resultados. ¿Ya mencioné que era poeta? Una de sus estrofas dice: “Reutemann desnudo es Macri/ Macri desnudo es Del Sel, / Del Sel se viste de Lole, / Lole es el novio de Mercier”.
Estamos al rayo del sol, en la plaza al frente de la casa de gobierno. Miramos unas cruces de madera, que recuerdan a las víctimas fatales. Es el final de nuestro recorrido. El sol está bravo, como dice Selva Almada, y nos da directamente en la cara. Unas horas antes, en el auto, y con envidiables dotes de narrador oral, Sanagustín nos había dicho: A partir de ahora las cosas van a ponerse feas, si alguno quiere bajarse puede hacerlo.
Pero las cosas feas no estaban afuera sino en su memoria y sus anécdotas aterradoras, como la de la mujer a la que la corriente le arrebató un bebé de los brazos o los campesinos que vieron pasar algo arrastrado por el río y dudaron sobre si era un cuerpo humano o el cuerpo de un chancho muerto.