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Bitácora de una maníaca

Bitácora

Bitácora de una maníaca

Por Eva Baltasar

Durante esta semana literaria, no sólo se habló de literatura, sino que también se la produjo. Seis escritores realizaron una experiencia particular durante el festival, escribieron sobre eso y, en este encuentro, leerán los textos que se gestaron a partir de ella. 

Las escritoras Ana Ojeda y Eva Baltazar fueron a probarse vestidos de fiesta al barrio de Once y esta es la Bitácora de Eva Baltasar.

Amanece en Buenos Aires. Una ciudad con un cielo así no es una ciudad real, es una ciudad inventada. El azul del cielo de Buenos Aires, al igual que el rosa de las plumas de los flamencos, es perfecto como un cuenco, como una lapa. Podría cosecharse y sintetizarse. Es un elemento químico, no es un color.  Está claro que, en un lugar así, una no puede fiarse de nadie. Hoy me levanté temprano. La ducha fue intensa, me di jabón como si me encerara y luego ella me lo arrebató junto con la noche, de un chorrazo. El pasillo del hotel huele a escape de gas. Creo que eso es así porque estoy en la sexta planta, justo bajo las cocinas. Ayer tuve un instante de auténtico terror, antes de meterme en la cama. Me vi cadáver, enrollada en las sábanas, gaseada y hermosa. Así que decidí dormir con la ventana que da al balcón abierta. Luego pensé que el vecino de al lado podía colarse en mi habitación. Es un escritor francés y huele bien, no porque sea francés, y mucho menos porque sea escritor. Creo que su buen aroma se debe a su buena intención. Parece un hombre lleno de buenas intenciones. En realidad, intuyo que está repleto de ellas. Le nacen en el estómago, traspasan su membrana estomacal, su peritoneo y todas las membranas que lo embalsaman por dentro hasta llegar a la última, hasta llegar a la piel. Las buenas intenciones son como los bebés, no huelen a nada hasta veinte segundos, sólo veinte segundos después de nacer. Estuve a medio metro del escritor francés, me mantuve a medio metro de él mientras el ascensor nos empujaba hacia la recepción. El ascensor se mueve por su agujero como un cubo por el pozo. Hay algo de indispensable, en su movimiento, al igual que ocurre con las cafeteras de émbolo o con las unidades de bombeo de los yacimientos petrolíferos. Hay algo de martillazo en su funcionamento, algo de golpearse el cráneo. Pero indoloro. Intuyo que se trata de un sentimiento agravado por la verticalidad. (No se por qué, en una ocasión besé a una desconocida dentro de un ascensor). El escritor ha pronunciado algo en un buen español. Sonrío. Las buenas intenciones le rebosan por el cuello de la camisa. Huelen a pollo empanado. Y a moreno fumador. Y a caramelo pegado a su papel. No me fío. Sus buenas intenciones sólo lo acicalan, en realidad no tienen nada que ver con él. Pero duerme con la ventana cerrada y seguramente va a asfixiarse tarde o temprano, mientras espera a que yo me duerma para colarse en mi habitación.

Desayuno medias lunas, uvas, huevos y café. Me obligo a comer. Me obligo a estar bien. Una nunca sabe cuando tendrá que echarse a correr. Bajo al lobby. El ascensor huele a buenas intenciones y esto me pone en tensión. Siento que me están mirando, siento que esto sólo parece un hotel. Victoria me presenta primero a Ana, luego a Walt. Walt es fotógrafo. Un beso, la barba que pincha, tal vez demasiado. Walt es inocente. Se ríe porque sí, porque es temprano por la mañana, porque el desayuno estaba caliente, porque sus músculos son jóvenes, como los de un tigrecito, como los del hijo medio humano de un dios. Nos va a fotografiar, es su trabajo. Le pregunto si es feliz y no titubea. Su risa es tan inocente que le hace de dosel. Victoria. Las gafas de Victoria que son como dos barquitos. Me subo en ellas cada vez que me habla y la miro y el mareo viene en un santiamén. Victoria es buena pero no es inocente. Tengo que confesarles que su nombre real no es Victoria. Ése es su nombre en clave. Su nombre real está metido en un sobre. Lo guarda en un cajón junto a los otros, los del viático diario en moneda local. Y Ana. Ana sonríe y calla. Se mantiene en pie como si estuviera sentada, parece una catedrática. Me la imagino trabajando en un banco hasta que nos besamos. Estoy segura de que Ana miente. Me besa y dice qué bueno, como si hubiera encontrado sirope de arce en mi mejilla. No voy a fiarme de ella. Dicen que es escritora, que acaba de sacar un libro. Alguien añade que lo vamos a pasar bien.

El bus nos va tragando. No le quito el ojo a Ana. La sigo, cogiéndome de las barras amarillas. Encontramos un rincón. Walt se las apaña para empezar con su reportaje. Podría trabajar en un circo, tiene un equilibrio envidiable y esa amabilidad natural que logra mantenerle a salvo, generando un espacio de simpatía a su alrededor. He decidio parecer feliz, muy feliz. Sé que van a casarme. Sé que hay alguien para mí que aguarda pacientemente en una habitación. Han cambiado mi pasaporte por una falsificación. Lo sé porque la de la foto es Victoria, sin gafas y con el pelo corto le dijeron que podría ser yo. No entiendo por qué nadie sospecha de Victoria. La ropa negra urbana, los labios perfectos, rojo morrón. Y esa carpetita misteriosa. Daría un dedo por hacerme con ella. Un dedo gordo, el de hacer la pinza, el de provocar orgasmos, qué sé yo. Total, en menos de tres días me mandan a la iglesia, al paredón.

Lo tengo todo calculado. Voy a hacer como que me trago lo de la bitácora, como que soy escritora y he escrito ese libro que lleva mi nombre y un título que escapa a mi comprensión. Nos bajamos del bus. Por un momento pienso en Walt como en un posible aliado, pero me está tomando fotos, dice que las que no me gusten va a borrarlas y no quiero, no quiero joderle la vida a un tipo dispuesto a destruir su trabajo a mi indicación.

Ana me lleva con su cháchara como si me llevara de la mano. Cruzamos calles, nos metemos en Once. Tiendas y gente y un niño que grita amarrado a una sillita. Le está naciendo el ego, señores, lo está pariendo y allí lo tienen, esposado a la sillita, babeando de rabia y frustración. Planeo un secuestro exprés. Los niños que lloran solos mueren por dentro, se los mata de desatención. Ana debe haberse dado cuenta de que barrunto algo porque me agarra de la mano y me mete en un aparador. ¿Qué te parece aquí? Su mano cálida templa la mía. Tiene un tacto poderoso, algo somnífero, conciliador. Debería ser mi novia, exige esa cualidad ser la novia de una rehén. Miro el aparador. Evalúo el aparador. Trajes vaporosos, brocados, pedrería, tul, gasa, orgaza, tafetán, satén. La miro a ella. La camisa de algodón tan linda, abrochada con esmero hasta el cuello. Ese aire militar. Hay mujeres que saben llevar la ropa. Yo soy de las que la ropa las lleva a ellas. Ella aguarda y yo quisiera acabar con esto, provarme un vestido cualquiera, encargarlo, terminar. Pero me gusta demasiado cómo me sostiene la mano, me gusta y quiero más. Subimos un par de cuadras. Las paseamos. Huelo a hierba, a caza del zorro, a té con whisky y sándwiches de paté. Walt es un sabueso, un terrier. Sale a la carrera, nos avanza, se para, enfoca, dispara, le alcanzamos, parte otra vez. Mi mano ha crecido dentro de la de Ana. La mano. Miembro sexual donde los haya. Por unos momentos, me importa un comino lo que me van a hacer.

Vamos a provar aquí. Fíjate, mira el cartel. BA PASSION, puedo leer. La dependienta es un ángel no intervencionista. Supongo que ya está avisada. Me muestra varios modelos. Los elijo en función de su nombre. Me quedo con el corte sirena y el azul noche. Ana añade uno con encaje y el rosa pastel. Pasamos al provador. Una fina cortina me deja sola ante el espejo, sólo mi reflejo y yo. Quítese el brasier, apostilla el ángel. Como si hubiera usado alguna vez. Me desnudo, me enfundo en la cola de sirena. Soy yo. Este cuerpo joven que pronto va a fallecer. No me importa morir. Es preferible a esta forma que piensan imponerme de vivir. Va a ser tan fácil: desayuno en el ático. Ocho plantas a menos de un segundo por planta y se acabó. No lo supera ni el ascensor.

La cremallera se atasca. Meto la barriga e intento tirar de ella pero está en la espalda. Ya sé. ¡Ana! Mete la cabeza en el provador. ¿Podés ayudarme con la cremallera? Cómo no. Sus manos en mi espalda. Ocho pisos. Cremallera obediente. Estamos en el espejo. La vida que transcurre en los espejos es pura realidad, carece de ilusión. Me abrocha. La miro y ahí, precisamente ahí, encuentro la solución. Elijo la vida del espejo. La elijo a ella, sus manos en mi espalda, el pasaporte intacto, Victoria inofensiva, la cremallera. Una historia para contar, bitácora de una maníaca. Perfecta, dice Ana. Me arregla la falda y le desabrocho un botón. La novia que se trae entre manos, ésa sí soy yo.

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