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Bingueras

Bitácora

Bingueras

Por Samanta Schweblin

Seis escritores fueron invitados a realizar una experiencia particular dentro del marco de Filba y escribieron sobre eso. 
Schweblin escribe sobre su visita al Bingo Belgrano.

Una noche en Costa Rica, Guillermo Martínez nos llevó a un casino y nos enseñó a Berti, a Ezequiel Martínez y a mí una técnica para jugar a la ruleta sin perder nunca un peso y ganar algo una vez cada tanto. De verdad, él sabe cómo se hace. También está la anécdota familiar de Santiago de Chile, con mi vieja y mi hermana, y cómo mi hermana, borracha y sin soltar nunca la manija plateada de su maquinita de monedas pagó íntegra la hotelería del viaje. Ese es todo mi oscuro pasado con el mundo del juego. Y ahora toca con Nona, que me mira apoyada en la barra de entrada del Bingo Belgrano, animada pero confundida. Me mira a mí que soy la argentina, la que supuestamente sabe de bingos, pero yo apenas llevo unas semanas de regreso en Buenos Aires, y es la primera vez en mi vida que me animo a este otro mundo.

Esto fue ayer a las dos de la tarde. El mismo día y en el mismo Bingo, pero tres horas después, ya éramos profesionales. Es decir, bingueras. Así es como llaman a la gente como uno. Hay que respetar el orden en que se compran los cartones. Si se quiere jugar todas las rondas –y eso es lo que quiere cualquier profesional-, hay que confiar en el chico que pasa a cobrar los cartones mientras cantan los números, y dejar que cada doce minutos se cobre solo de tu pila de dinero. Si la suerte no corre cerca hay que tirar un poco de agua debajo de la mesa. Hay que dibujar pirámides de seis escalones en la contracara de las series ya descartadas. Si sacas línea, o bingo, los cartones de diez dejan más guita, pero con los de tres y los de cinco es más fácil comprar más de uno, y los que llevamos ya horas en el oficio –y todo es oficio en esta vida- podemos jugar con dos y hasta tres cartones al mismo tiempo, basándonos en códigos de líneas, puntos, cruces y círculos, que optimizan búsquedas y abren paso a la suerte como una pista de hielo. Mi marcador negro tiembla a veces sobre el cartón cuando cantan números que no tengo o no puedo encontrar. El de Nona se mueve con una naturalidad que sólo puede ser nata. Hay cuatro viejas en nuestra mesa y un tipo que acaba de sumarse. No entienden que la profesionalidad binguera es una actitud, y entre cartón y cartón nos llueven consejos y didácticas anécdotas. Y entonces sucede lo que quiero contarles. Lo que quizá haya pasado ayer entre las dos y las cinco de la tarde, aunque ni Nona ni yo podamos confirmarlo fehacientemente. Primero, es solo una premonición: me miro las manos, mis manos pálidas y suaves, mis uñas rojas siempre mordidas, pero sobre todo -tengo que decirlo para que esta historia se entienda bien-: mis manos jóvenes. Las manos jóvenes de Nona, que siguen atentas los números de su cartón. Algo se enciende, una alarma interna en mi cuerpo. Es algo muy sutil, está ahí para anunciar el peligro, pero a veces la confundo con otras cosas. Me estoy meando, pienso. Y un momento después estoy camino al baño. Alguien grita bingo por cincuentava vez y por cincuentava vez, tras el grito, el silencio de los bingueros se vuelve un bullicio suave e indignado. Me estoy alejando hacia el cartel de los baños. Atrás quedan las cien, ciento cincuenta mesas ocupadas, de las doscientas, doscientas cincuenta mesas del bingo. Los números luminosos, las pantallas de colores, la gran pecera de bolillas voladoras. Una flecha anuncia los baños detrás de una pequeña puerta blanca. Cuando la cierro tras de mí el ruido queda afuera y todo se vuelve blanco y pequeño. Ocho escalones llevan hasta el primer descanso. Ocho más hasta el segundo. Y todavía hay que seguir subiendo. Entonces veo el cartel. Es verde y blanco. Es muy grande. Dice: “No se suelte de la baranda, mire los escalones, cuide su cabeza”. Es esto, pienso. Con esto tiene que ver mi alarma. Esto es lo peligroso. Esto es lo que augura el mal. Y ahí la veo. Se asoma ahora desde la izquierda, hacia mí, llegando ya al tercer descanso. Calculo que la vieja apenas me llega a los hombros. Está tan encorvada que la espalda casi dibuja una joroba. Lleva el pelo teñido de rojo. Un chal dorado le envuelve los hombros atado al medio con un nudo enorme. Está aferrada a la baranda. Muy fuerte. Demasiado fuerte. Y eso es lo que me ayuda a entender. La pista es el cartel. Y de ninguna manera la vieja está aferrada a la baranda sino que es todo lo contrario. Lo que le pasa a la vieja es que no se puede soltar. No hay forma de soltarse. Está bajando las escaleras desde hace horas, entró a ese bingo hace años. Quince años, veinte años. El tipo que se unió a nuestra mesa está ahí desde los dieciocho, el bingo abrió en el noventa y seis. Cuando en la mesa le dije a una de las viejas que le envidiaba la suerte, ella tachó su tercera pirámide y dijo que lo que ella me envidiaba a mí era la edad. Tu edad, dijo, y lo dijo todavía una vez más –tu edad-. Todas las viejas que entraron antes y después que nosotras, las cientos de viejas sentadas entre los veinte tipos que hay en todo el bingo. ¿Y que las trae por el bingo? Nos preguntó la primera vieja. Con Nona cruzamos miradas cómplices. Es una larga historia, dije. No te engañes, querida, dijo la vieja, siempre es una larga historia. Y así llegué al recuerdo del sobre. Las organizadoras del FILBA diciendo “vale culpar a las organizadoras”. Las instrucciones -a tal hora en la librería, de ahí se toman un taxi con la dirección del bingo-. El sobre que le dieron a Nona con los 500 pesos para gastarse en cartones. Casi descuido mi cabeza, casi miro los escalones, casi toco la baranda. Pero no. Doy un paso atrás. Pienso –casi rezando-, en toda el agua que tiramos debajo de la mesa, en todas las pirámides de seis escalones que dibujamos detrás de los cartones. Doy otro paso hacia atrás, ciego, inseguro, pero sin rozar ni un momento la baranda. Y me alejo de la vieja. Corro hacia planta baja, regreso al suelo del que vengo. Afuera ya juegan otra ronda y la espalda de Nona está inclinada sobre un cartón, demasiado inclinada. Siento un cariño enorme por Nona, un amor de cuidado, de rescate. Tengo que sacarla de acá, alguien tiene que sacarnos de acá cuanto antes, pienso, mientras despacio, disimuladamente, me siento, atenta al chico de los cartones –tan joven, el único joven- que se acerca ahora con una sonrisa.

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