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Apuntes para un relato que busca su forma de moverse

Bitácora

Apuntes para un relato que busca su forma de moverse

Por Harkaitz Cano

Luego de cinco días de intensa actividad, el festival se despidió del público de Buenos Aires invitando a escritores y músicos participantes a leer un texto escrito durante los días de encuentro literario en la ciudad. 

El relato –ese relato que busca su forma de moverse– soy yo mismo. Antes de la clase de tango, pienso que, si no a bailar, esta lección básica me podría al menos enseñar a caminar mejor. De ahí estos apuntes para un relato que busca su forma de moverse. Al centro, al centro y a un lado. Contención y atrás. Pisar colillas sin mirar al suelo; quiebros y latigazos corporales a cámara lenta; regates en los que el balón reglamentario ha sido sustituido por una pompa de jabón que no se desvanecerá si quienes bailan lo hacen con esmero; un tándem que juega a la rayuela sin salto, temor a pisar a la partenaire, e la nave va… Aviso para navegantes: tirando del hilo del tango es demasiado fácil la metáfora, brota sin esfuerzo.

Poco sé yo de tangos, aunque me gusta escucharlos. Una de las canciones de rock míticas de nuestra juventud, una canción del grupo Doctor Deseo, dice así: “Corazón de tango tengo, el cuerpo de jota y soy un aprendiz de sinvergüenza. En brazos de la soledad, vendió su alma al diablo y tú y yo brindando por un adiós…”

Como en el caso de los pilotos de aviones, cuya experiencia se mide en miles de horas de vuelo, así el aprendizaje del tango se pauta en otras tantas miles de horas, nos dicen. Bien, me gustan los objetivos a largo plazo y los deseos cuyo cumplimiento se hace esperar en el tiempo. Me gustan esos deseos a tan largo plazo, que uno sabe que jamás los ha de alcanzar: lo mismo que bailar un tango, aprender una lengua eslava; o aprender a bailar el tango con una mujer eslava; o, puestos a pedir, bailar el tango con una mujer eslava mientras conversas con ella en un polaco… fluido, fluidísimo: “Taberna horretan vodka ona zakatek” (no, no se dejen engañar: eso es euskera, no polaco). Aceptémoslo: llevo miles de horas caminadas en decenas de ciudades y aún no estoy seguro de saber caminar correctamente. Por eso asumo con naturalidad que bailar un tango está del todo fuera de mi alcance. Y eso me tranquiliza. El lugar al que nos han traído es agradable. La compañía y la conversación con Inés Garland, a quien acabo de conocer hace dos minutos, lo es aún más. El mirón que habita en mí podría pasarse aquí toda la noche observando.

Del techo de la Catedral del Tango cuelga una gran escultura, una especie de víscera roja gigante; quizá un corazón expresionista, que a mí, sin embargo, recordando los combates del Luna Park, me parece un enorme guante de boxeo color rojo-sangre. Un guante de boxeo baqueteado, destrozado tras el último round, hecho trizas; un guante de boxeo que un perro nos trae entre los dientes. Titularía la escultura: El guante de Luis Firpo o El guante de Joe Louis o El guante de Mike Tyson, o, simplemente, El guante color cereza. Un guante de boxeo perteneciente a un boxeador retirado que cambió el cuadrilátero por la pista de baile. Al centro, al centro y a un lado. Contención y atrás. Anoto mentalmente que debería preguntar a algún amigo argentino una lista de boxeadores que a su vez sean también reconocidos bailarines de tango, o viceversa. ¿Improbable? No lo sé. Arthur Cravan lo fue: no bailarín de tango exactamente, pero sí poeta y boxeador. Sueño con una performance en la que dos púgiles fornidos y sudorosos bailen un tango, con calzones de boxeo y sin quitarse los protectores bucales.
Madera oscura, techos altos, muy altos, vino Malbec. El local está iluminado a media luz, por decir algo (en realidad, es un tercio de luz escaso). Primera lección: “la clase de las nueve es a las diez”. Estrategias de demora, de paciencia, de espera. Segunda lección: el baño de los hombres es un homenaje a la sinonimia: “señores, hombres, caballeros, machos” afirma el cartel. La pastilla de jabón es grande y espumosa; se nota que se usa con fruición. Ante todo manos limpias para bailar, más limpias incluso que para comer. El espejo del baño parece haber sido golpeado por un púgil sonado, mosaico de grietas antiguas que me devuelve el reflejo del hombre elefante. Y me consta que no lo soy. Soy más bien un hombre cuervo, o, como mucho, un hombre caballo. ¿Cómo puede un hombre caballo bailar un tango? ¿Cómo puede hacerlo un hombre cuervo?

Como en aquel relato de las mil y una noches, escucho y obedezco mientras recuerdo a los poetas que admiro. “Benditas las reglas métricas que nos obligan a pensar mejor lo que escribimos” afirmaba el poeta Wystan Hugh Auden. Imposible no acordarse de estas estrictas reglas métricas al asistir a una clase de tango para principiantes. Sí, se me antojan demasiadas las reglas métricas del tango, siendo como soy, partidario del verso libre. Pero admitámoslo, aquello que llamamos estilo no deja de ser la resulta de sucesivos descartes, el resultado arrojado al final de un sinfín de restas en las que hemos intentado imitar sin conseguirlo los estilos de aquellos a quienes admiramos. Lo que llamamos estilo no deja de ser más que una acumulación de fracasos, de vocaciones dejadas de lado por falta de talento o de osadía. A lo único que sabemos hacer bien, o creemos ser capaces de hacer bien, a eso nos agarramos. A eso llamamos estilo. Mentiras que nos contamos y que necesitamos para poder sobrevivir. Estilos literarios, dicen. Estilos de vida, dicen. Pero cada cual sabe lo impostor que es.

Incluso en quienes saben bailar el tango bastante bien. También en ellos veo una partitura, un esquema, un esbozo, un metrónomo, el itinerario de un mapa que siguen con demasiada rigidez. Se observa en casi todos cierto cálculo, como si contasen las sílabas con rodillas y pies, buscando la ejecución de un ripio forzado: al centro, al centro y a un lado. Contención y atrás. El mío será más bien un tango rizomático, deduzco.

Comienza la clase: hombros erguidos, brazos sueltos. Tiento, mesura, estética arrastrada, improbable cruce entre la pereza rítmica y la elegancia. Corazón de tango no tengo. Noto algo solemne en todo esto. En mi familia siempre se nos inculcó la importancia de caminar con la espalda recta y la cabeza erguida. Nuestra genética de cuervos nos lleva a encorvarnos sin quererlo. De ahí el intento y la obsesión familiar. Quizá el tango nos hubiese ayudado. Aunque ya es demasiado tarde. Nuestro estilo y nuestras articulaciones, nuestras coartadas, nuestra implacable genética de fingidores, es ya fósil. Algo difícilmente modificable.

Y de improviso, una pareja que baila con los ojos cerrados. Las reglas métricas siguen ahí, pero se han hecho invisibles, porque las han incorporado a su forma de caminar y de respirar. No hay metrónomo, ni itinerario de pie forzado marcado en el mapa. Se han internado en el bosque, olvidando las reglas que conocen. Zapatos bicolor y tacones que no me canso de mirar. Rostros que merodean el éxtasis sin abordarlo –porque, cuando se tiene a mano, no hace falta abordar el éxtasis. ¿Para qué hacerlo? Basta con regodearse en su periferia–.

Del baño se ha esfumado la pastilla de jabón. Tanta mano limpia, tanto baile. Tanta pompa intacta. A la salida notamos que ha refrescado. Llama mi atención el escaparate iluminado de un abogado o un amortajador, no sé decir bien, un despacho con moqueta, una virgen y una mesa vacía con un teléfono que no suena. Cuatro palabras doradas inscritas en el escaparate: “Sepelios, sucesiones, bodas, ambulancias”. Una secuencia de palabras con una métrica sugerente, aunque el orden de los factores resulte algo confuso. Al centro sepelios, al centro sucesiones, y a un lado, bodas. Contención y atrás, ambulancias. La cinematografía del tango: seguir con la mirada solo los pies de quien baila. Seguir ahora con la mirada solo las manos de las mujeres posadas en las espaldas masculinas –los dedos separados, o no, el ángulo en el que colocan esos dedos que podrían formar sombras chinescas–, mirar luego solo las caras, solo las caras. Pisar colillas sin mirar al suelo; quiebros y latigazos corporales a cámara lenta; regates en los que el balón reglamentario ha sido sustituido por una pompa de jabón que no se desvanecerá si quienes bailan lo hacen con esmero; un tándem que juega a la rayuela sin salto, temor a pisar a la partenaire, e la nave va, mientras busco mi forma de moverme y convertirme en un relato con resortes invisibles.

Eso solamente. Y tanto tango que tengo pendiente.

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