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Mezcladito
Alicia en el país
Por Iosi Havilio
Cuatro autores escriben la nota necrológica de cuatro muertos emblemáticos de Mar del Plata
Yo vi a Alicia caer desde el balcón. Fue una caída espástica, aparatosa, sin ninguna gracia. Vi cómo Monzón se la ponía al hombro y la arrojaba desde el primer piso, lo vi con mis ojos y escuché el sonido de los huesos resquebrajándose, del cráneo partiéndose en dos. Cayó de pie, los brazos flojos, igual a un espantapájaros. Después vi a Monzón entrando en la casa, tenía una jean sucio, nevado, estaba desnudo de la cintura para arriba y vi cómo volvió a salir vestido con un piyama a rayas, celeste y blanco. Esa mañana húmeda y pesada, yo vi cómo Monzón se montó a la baranda y midió su propia caída para romperse su brazo izquierdo, también oí un grito de dolor, el grito más horrible que nunca escuché en mi vida.
¡Esa madrugada mágica, de mar y de locura, yo fui testigo del primer femicidio de la historia moderna!
Antes, vi como discutieron durante horas, él y ella, en el balcón de La Florida, por plata, por celos, por estupideces; los vi besarse, desvestirse, bailar y drogarse como niños, los vi tomar champagne en copas interminables; Alicia lloró y él se enfureció: le pegó piñas desde todos los ángulos. La estranguló.
Esa mañana tremenda, yo le vi la cara a la muerte, la cara de mi madre, que era igualita a la de Alicia y a la de la muerte.
Yo vi a Alicia crecer, correteando entre las murgas, la vi saltar a la fama, al modelaje, al jet set, la vi llenarse de plumas y afeitarse el pubis para calzarse un conchero de lentejuelas. La vi nadar desnuda, de costa a costa, de país en país. Alicia era enorme, inmanejable, un laberinto de órganos con lo mejor de oriente. Alicia era fresca, sana, ¡y pura!
Yo la vi caer desde el balcón y al rato lo vi a Monzón saliendo a la terraza vestido de boxeador, pantalones brillantes y azules con vivos dorados, zapatillas negras, tirando cortitos al aire. Esa mañana de luces, de sol y de teatro, vi a Monzón enarbolando su cinturón de campeón, lo vi trastabillar, besar la lona y derrumbarse contra las cuerdas.
Esa mañana perfecta, yo vi a Alicia sola con su alma, reptando entre las plantas, hipnotizada por la sonrisa blanca y radiante de un gato callejero, la vi coger como pocas, bailarina y clásica, en esa noche sin luna, en el centro de un ring. Un poco más tarde, vi un monstruo de tres cabezas tomarla de las axilas y salir volando.
Más o menos a la misma hora, vi al Facha en cuatro patas recogiendo papelitos de colores. Lo vi enredarse con los arbustos y maltratar a una casera que coleccionaba el glacé de los ravioles en la misma carpeta donde atesoraba los mil autógrafos que se había propuesto alcanzar en ese verano inolvidable. Cuando ya no quedó nadie, vi a un policía imberbe llevarse la reliquia como prueba del delito, la mujer se lamentó durante horas y horas, cien días y cien noches…
También vi, y esto es lo que más vi, una muñeca pequeña saliendo de entre las piernas de Alicia, corriendo los labios como odalisca, de nuestra gran Alicia rural, maravillosa, mujer entre las mujeres, una muñeca luminosa, independiente… La vi treparse a la columna tapada por la enredadera en flor, saltar desde la baranda hacia el balcón, rebobinar el tiempo, entrar en la habitación y subirse a la mesa para tomarse una raya, la última raya de esta historia, reservada sólo para ella, peinada en un plato durex, una raya del tamaño de su cuerpo, del tamaño de Alicia, de su esperanza y del amor… Yo vi a esa muñeca exuberante morir de sobredosis.
Después de muerta, Alicia, la muñeca, cambió mil veces de tamaño, se perdió en la noche, cayó en un pozo, conversó con magnolias, fumó de la pipa de una oruga, pintó de rojo hasta el agotamiento las rosas blancas que el pusieron delante.
Esa mañana célebre, de febrero, de abril y de noviembre, yo vi dos torres de fuego desmoronándose una después de otra y un radar imantándolo todo, vi un crucero submarino estallando entre arrecifes, vi el colapso de la era tecnológica, los minutos anteriores al fin del mundo. Vi a un grupo de intelectuales satisfechos comiéndose los mocos en las puertas del casino. Vi un planeta naranja rebotando sobre la cumbrera de la casa. Rebotó tres veces, cuatro, hasta que derramó sobre el tejado una lava viscosa con gusto a caramelo.
Yo vi a Alicia caer desde el balcón y resurgir al tercer día, caminar por el filo de las dunas, exhibir la llaga, domesticar una colonia de almejas, multiplicar peces y tragarse un millón de algas hasta convertirse en una efigie de arena hacia la cual los turistas adoran peregrinar.
Esa mañana, y todas las que vinieron, yo vi a cien voluntarios profanándola, metiéndose por todos sus agujeros. Alicia vivía en la cúspide, princesa de un reino florido, hermoso y lamentable… ¡Yo la vi caer desde allá arriba!