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Por Eduardo Abel Giménez

Filbita 2012: La infancia como territorio
POSTALES DE INFANCIA
El paso del tiempo otorga la posibilidad de tomar distancia y poder mirar hacia atrás. A veces con nostalgia, otras con humor, y otras tantas, creando nuevas ficciones a partir de pizcas de recuerdos. En este texto, el autor compartió un breve texto inédito en el que la lectura o la literatura son protagonistas de su niñez.

La blanquecina luz de la luna

que ilumina una pared de mi casa

torna de un color aceituna

a todo automóvil que pasa.
Así empieza una poesía con la que alcancé (digamos) la fama, a los nueve años, cuando gané el Primer Concurso de Poesía Infantil de Ramos Mejía.

El concurso se hizo un domingo, en la plaza principal, entre la estación y la iglesia. Había un Concurso de Pintura Infantil, que se venía haciendo cada año, y esa vez le agregaron el de Poesía.

La plaza era una fiesta de chicos con pinturitas y hojas canson, vistosos, creativos, llevados y vigilados por sus padres, que de a poco los convencían de abandonar esas manchas abstractas para hacer casitas, árboles, banderas, el retrato de la familia.

En medio del tumulto, los pequeños escritores, seguramente pocos, sin color y sin despliegue, éramos invisibles.

A los pocos días anunciaron la lista de premiados. Nueve en pintura, tres en poesía. La entrega de los premios se hizo en la sala del club que organizaba todo. Club o sociedad de fomento, no sé. Había mucha gente.

En el escenario, varios adultos y un micrófono. Empezaron llamando, uno por uno, a los ganadores del concurso de pintura. Cuando era una nena le daban una muñeca. Pero cuando era un chico le daban una pelota de fútbol. Una pelota de verdad, de cuero, número cinco.

Chico tras chico volvían a sus asientos cargados, bendecidos, con una de esas pelotas maravillosas.

En mi barrio nadie tenía una pelota así. Había una en la escuela, que yo no había tocado. Una pelota así cambiaba la vida.

Llegó el momento de los premios de poesía. Los tres premios de poesía. Yo, pequeño escritor, el primero. Subí al escenario pensando en cómo me presentaría después ante mis amigos, convertido por magia poética en dueño de la pelota. Me imaginaba las caras.

Un adulto me recibió. Otro me acercó el micrófono para que agradeciera. Y otro más se puso a mi lado con el premio en las manos. Abrí la boca. No supe qué decir.

El del premio extendió las manos hacia mí con el gesto pomposo de quien quiere hacer las cosas realmente bien.

Y así fue que me entregaron, con ese gesto un poco condescendiente, un poco asustado, ese gesto de quien va en auxilio un alma perdida, ese gesto de vendedor de autos usados, con ese gesto me entregaron, decía, con ese gesto cruel, cruel, tan cruel, una lapicera.


Podés escuchar este texto en Spotify leído por su propio autor haciendo click aquí.

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