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A los botes

Recorrido literario

A los botes

Por Daniel Gigena

Un recorrido por las salas del museo en el que los escritores leen un relato inspirado en la obra de Leandro Erlich. #Filba11 - 2019

“A los botes” es una expresión que se utilizaba, y todavía se utiliza, para expresar cierta urgencia a la hora de salvarse. Aunque es más pudorosa y menos individualista que “sálvese quien pueda”, parece descendiente directa del léxico del darwinismo social que gobierna en varias culturas, la de la Argentina incluida. Hasta determinado momento, en mi imaginación los botes eran para uso exclusivo de las elites, como en cierto sentido eran, en una escala mayor, los museos y las galerías de arte. Para subirse a un bote, incluso en el caso extremo que se perfila durante la emergencia, había que descender de una embarcación más grande, donde se había disfrutado de los placeres de mantenerse a flote, es decir, a salvo.

Había leído Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain, en una edición ilustrada. Vivía con parientes en el campo, al sur de Córdoba, y suponía que ningún paisaje se diferenciaba tanto de un pueblo a orillas de Mississippi como ese, deshabitado e inflamable en los meses de verano. El libro pertenecía a una biblioteca pública de Alpa Corral, el pueblo con río más cercano.

En el capítulo XXXIII de esa novela, Tom y Huck viajan en bote, contra la corriente del río, hasta una cueva, un día después del entierro de Joe el Indio. El propósito de los amigos es recuperar dinero robado, oculto en sacos entre los matorrales o debajo de una roca. “Sacos de dinero” era una expresión habitual en las novelas de aventuras. En la novela, los chicos “toman en préstamo” el pequeño bote de un vecino para llegar hasta el sitio donde está escondido el tesoro. Llevan a bordo pan y queso, sogas, velas y fósforos. Mientras navegan río arriba, un Tom eufórico decide que si todo sale bien él y Huck van a formar una banda de secuestradores, y que esconderán a sus víctimas en la cueva del barranco hasta que alguien pague el rescate.

Como si fuera un discípulo socrático, Huck quiere saber qué es un rescate. Tom le responde: “Dinero. Se obliga a los parientes que reúnan todo el dinero posible, y después que se los ha tenido un año en cautiverio, si no pagan, se los mata. Pero no se mata a las mujeres: se las tiene encerradas, pero se les perdona la vida. Son siempre bellísimas y ricas y están muy asustadas. Se les roba los relojes y cosas así, pero siempre hay que quitarse el sombrero ante ellas y hablarles con finura. No hay nadie tan fino como los bandoleros: eso lo puedes ver en cualquier libro. Las mujeres acaban por enamorarse de uno, y después que han estado en la cueva una semana o dos ya no lloran más, y después de eso ya no hay modo de hacer que se marchen. Si uno las echa, en seguida dan la vuelta y allí están otra vez. Así está en todos los libros”.

Después de escuchar a su amigo lector de libros, Huck asume que ser un bandolero es mucho más divertido que convertirse en pirata.

Más tarde, una vez cumplido (en parte) el objetivo del viaje, regresan al bote a comer y a fumar. Tom recuerda que, cuando sean bandoleros, deberán tener orgías. Ante una nueva pregunta de su amigo, admite que no sabe qué son las orgías. En un efecto cómico típico de Twain, la incógnita naufraga. “Cuando el sol descendía ya hacia el ocaso desatracaron y emprendieron la vuelta –continúa la narración-. Tom fue bordeando la orilla durante el largo crepúsculo, charlando alegremente con Huck, y desembarcaron ya de noche”. Con los dos amigos de regreso en casa de la viuda Douglas, que cuida con cariño y amabilidad a Huck, el bote vuelve a quedarse solo.

En ese y en otros capítulos de la novela, los botes son vehículos de fuga y de peligro. La tierra firme, donde se practican hábitos hogareños y rituales de toda clase (desde bodas hasta entierros, pasando por adopciones y castigos), es el escenario favorito de la civilización y en especial (según Twain) de las mujeres del pueblo de St. Petersburg, la tierra natal de Tom y Huck.

Aunque la aventura en medio de la naturaleza se puede evocar gracias a una pieza de museo, mediante un objeto prestado para el placer visual e inmóvil, que transporta la imaginación (o el efecto de imaginación), la literatura en cambio se esfuerza en parecerse a esa cueva donde muchos bandidos de diferentes edades, mientras luchan por un mismo tesoro inagotable, mantienen en cautiverio a sus rehenes. En este caso, el costo del rescate es la lectura.

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