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40 años de democracia

Cruce epistolar

40 años de democracia

Por Pablo Albarces & Emmanuel Taub

Pasaron 40 años en los que se ampliaron los derechos, se consolidó la participación ciudadana en la vida pública, se salió a la calle y también se vivió una burbuja económica que se reventó de la peor de las formas. Sobrevivimos y hasta hoy seguimos ejerciendo nuestro derecho a participar, en igualdad de condiciones, en la vida política del país. En este cruce epistolar, dos pensadores contemporáneos se escriben durante las semanas previas al festival y comparten sus reflexiones sobre estas cuatro décadas en las que se ha respetado, invariablemente, la voluntad del pueblo. 

Querido Emmanuel,

Qué bueno es volver a escribir una carta, aunque sea haciendo trampa y sabiendo que no es una carta, y que para colmo tiene el destino de ser leída en voz alta, contigo presente. Pero esta es la ficción que nos convoca y en ella perseveraremos.

La memoria de los cuarenta años de democracia me viene reclamando hace tiempo: supongo que son muchas coincidencias, comenzando con el número exacto de las décadas, pero también la del ciclo presidencial y las elecciones generales. Supongo que pesa la edad: soy de los que vivieron ese momento con mucha intensidad, la que te exige la militancia universitaria y política, y no hay nada de ese momento que me haya pasado inadvertido –testigo activo, lector minucioso, pero también la experiencia corporal de los gases lacrimógenos y los palazos en las represiones, de las caras de odio intercambiadas con policías o milicos en las Marchas de la Resistencia. O esta imagen, del 16 de diciembre de 1982, en la Marcha de la Multipartidaria ferozmente reprimida: durante 18 años la guardé en mi memoria, hasta el 19 de diciembre de 2001, cuando estuve en la Plaza de Mayo agarrado de otra valla, dispuesto a que, si se repetía la escena, esta vez iba a salir en la foto. En cambio, nos molieron nuevamente a palos y gases, como todos sabemos, y nadie tomó la Rosada. 

Apuesto a que recuerdo con detalle –a veces con más precisión, a veces con menos– todo ese largo año. Reservo para mi próxima carta la minucia del 30 de octubre y del 10 de diciembre: en ambos casos, juro que recuerdo ambos días desde el amanecer hasta la larga noche que los siguió. Pero dejame ser, en esta primera oportunidad, más amplio, vaporoso y musical: lo que recuerdo implacablemente es la banda de sonido de los largos meses de 1983. Me quedo con dos canciones: la primera es la “Marcha de la bronca”, firmada por Miguel Cantilo y grabada por Pedro y Pablo (es decir, Cantilo con Jorge Durietz) en 1971; que se había reproducida clandestina durante toda la dictadura hasta reaparecer, regrabada y reversionada, en abril de 1983: 

Bronca sin fusiles y sin bombas
Bronca con los dos dedos en V
Bronca que también es esperanza
Marcha de la bronca y de la fe


La segunda es la “Canción de caminantes”, de María Elena Walsh y de 1973, pero reversionada en 1981 por el Cuarteto Zupay, y que fue un best seller de esas épocas en las que los discos –cosas negras y redondas– se compraban y se vendían. La canción había titulado su disco de homenaje a María Elena: en realidad, no era la canción sino su estribillo, “Dame la mano y vamos ya”, que cantábamos emocionados y convencidos: 

Porque la vida es poca la muerte mucha
Porque no hay guerra, pero sigue la lucha
Siempre nos separaron los que dominan
Pero sabemos que hoy eso se termina
Dame la mano y vamos ya


El problema era que no sólo cantábamos, sino que creíamos en lo que cantábamos: supongo que nos faltaba teoría, que creíamos que las palabras construían, prescribían y producían hechos, que aún no habíamos aprendido qué significaba la palabra “performativo”, que confiábamos plenamente en que “Siempre nos separaron los que dominan, pero sabemos que hoy eso se termina”. Y que eso no podía ser de otro modo, porque por algo lo estábamos cantando.

La realidad y la política argentina tienen muy mal gusto musical y no escuchaban ni escuchan lo que nosotros cantábamos, me temo. O, más probablemente, descubrimos tarde que una democracia no se construye, precisamente, sacando canciones trabajosamente en la guitarra.

La seguimos.
Un abrazo
Pablo

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Querido Pablo,
Gracias por tus memorias.


Te cuento que en mi casi, siempre sentí que nací en una época sin memoria: demasiado lejos de la Shoá y demasiado cerca del fin de la última dictadura militar en Argentina como para recordar. Mi memoria fue inducida por mi tradición y mi condición de hijo de sobrevivientes. Todos somos sobrevivientes: mis padres lo eran, sus padres lo eran, sus hermanos lo eran también.

Nací en una época sin memoria, pendular: entre el olvido del pasado o el recuerdo del horror. En mi casa se hablaba más de los muertos en Auschwitz que de los desaparecidos en la ESMA. Se hacía silencio, no porque no tuviéramos una parte de nosotros en esta historia, sino porque prefirieron no decirme. Vengo de una familia marcada por el Terrorismo de Estado, con un desaparecido en nuestras espaldas, tres torturados y devueltos, un desaparecido-aparecido que luego fue preso político, que pasó ocho años en cautiverio y que murió poco después de ser liberado por Alfonsín, con el cuerpo y el alma destruidas por los golpes y el dolor. Crecí en un exilio interior, en Bariloche, junto a mi familia, al que fuimos poco tiempo antes de terminar la última dictadura militar. Me costó muchos años recuperar la memoria familiar. Fragmentaria y difusa, como toda memoria. Entiendo a mis padres, demasiado marcados por los azotes del pasado. 

El recuerdo es un ejercicio lingüístico, de preguntas y respuestas. Pero también uno elige qué recordar y qué olvidar, qué trasmitir y qué silenciar. Imagino que es difícil ser padre (porque aún no lo soy), y que una de sus dificultades es elegir qué transmitir, porque en el fondo de uno mismo debés saber que esas palabras seguramente marcarán parte de la vida de un hijo.

Mi tradición nos enseña que ya no somos culpables de los errores de nuestros padres, pero lo que no nos enseña es cómo lidiar con el pasado y el miedo. Ellos, mis padres, eligieron transmitirme primero los horrores por los que atravesó mi pueblo durante el siglo XX. Eligieron transmitirme el lugar al que pertenecían en el universo de la historia. Historia universal que fue causa y consecuencia de su nacimiento en este país, al sur del continente y del mundo, a miles de kilómetros de la Polonia de mis abuelos. Y los entiendo: porque desde pequeño comprendí que soy parte de esa transmisión de generación en generación que murió asesinada entre los años 30’s y 40’s, y que revivió en los exilios hacia lugares inimaginados.

Habitar el mundo es habitar los horrores. Habitar el mundo es habitar entre las huellas del temor y el olvido, entre el recuerdo y la esperanza. Mis abuelos nacieron en Polonia y murieron en Argentina. Fueron torturados acá, en el mismo lugar en el que hoy trato de llevar adelante, día a día, una vida que no me deja escapar de las huellas de su memoria. 

Pero nací en una época sin memoria, sin grandes victorias, sin batallas grandilocuentes, como esas que aparecen en los libros que me gustan leer los sábados por la tarde. Nací bajo la estrella del horror y el silencio, de la memoria lejana y ajena.
Te mando un abrazo apretado,

y la seguimos,
emmanuel.

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Querido Ema,

Tu carta me conmovió profundamente. En dos direcciones, siempre personales: la primera es muy reciente, y tiene que ver con el relato de nuestras memorias. La segunda, con cómo aparece el terror en el modo en que las transmitimos.

Ambas direcciones pasan por mi propia hija. Hace poco más de un mes nos tomamos unos días de vacaciones familiares en Santiago de Chile; para su desdicha, tuvo que fumarse al insoportable de su padre contándole toda la historia de la Unidad Popular, el golpe de Pinochet, el bombardeo de la Moneda y la muerte del Chicho Allende, y la confesión explícita de que estábamos allí, en ese lugar, sólo porque esa historia formaba parte decisiva de mi propia memoria, de cuando yo era más pequeño que ella, y porque precisaba –deseaba– transmitírsela. Es posible que la única conclusión de la pobre Catalina haya sido “mi padre es un plomo”.

Pero, al mismo tiempo, Cata es judía, como su madre, su abuelo y su bobe, y va a una escuela judía, por lo que la memoria del Holocausto ya es parte constituyente de su historia, su personalidad y su archivo. Y antes de eso, hizo su primaria en una clásica escuela “progre” de Flores, en la que aprendió que los 24 de marzo hay que ir a la calle a recordar y a pronunciar el Nunca Más. Su primera Marcha fue, justamente, un 24 de marzo –en la que una de sus amigas participaba de una performance artística. A ella se le ha contado todo, pero es sabiduría transmitida y memoria compartida de experiencias que no vivió. Tus abuelos y tus padres vivieron el terror; yo también, aunque con un poco más de distancia –es memoria de palos y gases, de alguna detención tan arbitraria como breve; no es de picana o submarino, es de censura y miedo, un miedo omnipresente, cotidiano, hecho de sirenas en las calles y señores con anteojos negros enfierrados adentro de algunos autos. 
Perdón, pero cada vez que pienso en ellos me acuerdo de esto, la parodia que distancia y el humor que relaja:

 

Mis hijes no lo vivieron. No quiero que lo vivan. Han sido introducidos en esa memoria, convencidos de que sólo su transmisión puede evitar su repetición; o, al menos, que su transmisión nos permitirá luchar contra su repetición, la tarea que tenemos por delante, exactamente ahora que ha regresado con ínfulas la negación del terrorismo de Estado. Contra la negación, la memoria.

Pero prefiero terminar este intercambio con memorias más luminosas. Todos tenemos días inolvidables en nuestras vidas, sean ellas más o menos dilatadas: los nacimientos, las partidas, los descubrimientos, alguna pelota sacada con mano cambiada en un arco en el Parque Saavedra. Yo sumo dos más a esa lista convencional: el domingo 30 de octubre y el sábado 10 de diciembre de 1983. En las elecciones fui fiscal partidario; estuve en el comicio desde las 7.30 de la mañana hasta escrutar la última boleta, y luego al local a pescar resultados por radio –la sorpresa de los resultados. Ese día se resume, para mí, en dos sonidos, ambos brillantes: la campana de la escuela puesta a tañer a las 18 horas, para indicar el cierre del comicio, y el aplauso y la ovación de pie de todos y todas los que estábamos allí. Fue un momento intenso, pesado, marcante. El 10 de diciembre es un periplo inmenso, que comienza con compañeros de la Facultad en una columna informal en la Plaza de Mayo, primero mirando hacia la Casa Rosada, donde Alfonsín asumía, y luego hacia el Cabildo, donde habló desde el balcón; termina en las plazas donde esa noche hubo conciertos gratuitos de música popular. Pero, como signo de los tiempos, metáfora obvia, símbolo que por repetido no dejará de ser emocionante, en el intervalo entre esas plazas estuve en el Hospital Fernández, cuando nacía Jerónimo, el hijo de mis amigos del alma Marcelo y Daniela. No hace falta que redunde en la obviedad, pero sí dejame paladearla: ese chico nació con la democracia, literalmente, y nunca me va a permitir olvidar ese momento feliz, de toda felicidad.

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Pablo querido,

Gracias por compartir tus memorias, las que me conmueven, especialmente cuando se refieren a transmitir nuestras experiencias a nuestros hijes y lo fuerte que para nuestras generaciones nacidas bajo la Dictadura y el horror, volver a nacer en democracia.

El relato sobre el viaje a Chile con tu hija y encarnar un haber estado ahí, en aquel momento histórico me hizo acordar a un pasaje bellísimo de Françoise Cheng cuando se pregunta que somos en el universo y dice así: “Granos de polvo, sí. Pero tu eres el que ha visto. Haber visto no es poca cosa. Nadie puede privarte de haber visto. El haber visto es imborrable. No es preciso repetirte que el universo existe desde hace millones de años, tu estás all por primera vez. Tu ves el cielo elevarse e iluminar el mundo como si tu asistieras a su advenimiento. El universo adviene en la medida en que tu advienes. Ese instante de encuentro te da sentido tanto a ti como al universo”.

Querido Pablo, las palabras de tu relato sobre el viaje a Chile me trajeron a este pasaje tan bello como simple: no importa los siglos de existencia, porque el mundo –y la Historia- podríamos decir, se vuelven existentes cuando estamos allí. Fuimos testigos de la vuelta a la democracia y de una sociedad que descubrió y aprendió de los horrores del Terrorismo de Estado. Una sociedad que aprendió a hablar de su pasado y a condenar a los perpetradores del terror y la muerte.

Y te comparto un recuerdo: yo crecí en Bariloche. En mi casa votaban al radicalismo, o eso decían, y el día que perdió Angeloz –“el bueno”– todos estaban tristes y preocupados. Recuerdo que hablaban de política, del caudillo de La Rioja. Recuerdo que ese día también hablamos de política en el colegio. Teníamos ocho o nueve años. Recuerdo que en un momento revoleamos las mesas del grado por el aire. Teníamos bronca. Tal vez fue mi primer enojo político porque sí. Recuerdo que en sexto grado viví un año en Buenos Aires y leía los libros de Agatha Christie que me prestaban en la biblioteca del colegio. Después volví a Bariloche para terminar la primaria y empezar la secundaria. Todavía no escribía poesía, ni nada. Leía y dibujaba. Tenía muchos cuadernos. En mi infancia, Buenos Aires era el Mal. Era la ciudad en la que nunca quería estar (aunque quizá en el fondo sentía una fascinación y por eso después ya no me pude ir de acá). Los chicos de mi edad, mis primos, sus amigos, me parecían extraterrestres. No compartía lo que pensaban ni lo que decían. Tenía la sensación de no encajar con lo que pensaban. Preferí seguir en la mía. Cuando crecés en el sur, me parece, aprendés a mirar las miradas y así respondés ante los movimientos del otro. Es como la supervivencia. No me gustaba cómo se miraban los chicos de Buenos Aires. Me gustan las ciudades frías, porque son más inhumanas. Me gustaba creer en el hombre, por eso lamento que hoy crea cada vez menos en él. A veces sueño con la inmortalidad. Pero también sé que es un sueño.

Te mando un abrazo enorme,

Emma.

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