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2044

Lecturas para empezar

2044

Por Jeremías Gamboa

¿Cómo será la cadencia íntima de las palabras propias en treinta años? ¿Qué se resquebraja, qué es lo que queda entero? Seis escritores se animaron a proyectarse al futuro y a imaginar una página escrita en tres décadas, con los virajes –o no– de sus lenguajes, imágenes y espacios.

Hace mucho tiempo, cuando mi padre estaba por cumplir 70 años, le diagnosticaron un cáncer. Yo no pude presenciar su deterioro pero comprendí su miedo a la distancia, cuando hablamos por teléfono una noche en que lo llamé desde Colorado, adonde había ido a estudiar una maestría que me estaba quitando la vida y en la que terminé por escribir mi primer libro de cuentos. Era 2006. Papá siempre quiso que fuera escritor. Esa vez me dijo que prefería que fuera como Bolaño y no como Arguedas. No quería que fuera como los hombres de su tierra, que veían el piso o los guijarros golpeados por el sol y agachaban la cabeza ante los otros. Eso me dijo mi papá. Después me dijo que temía su operación, temía quedarse ahí en la sala y no volver a abrir los ojos. Me dijo que tenía miedo. Yo había entrevisto el temor de mi padre algunas veces, o había sospechado que temía, pero no recuerdo que jamás me hubiera confesado su miedo. Aquella fue la primera vez que le hablé como si él fuera mi hijo y yo su padre. Le dije que había batallado toda su vida para dejar de ser el niño que temblaba entre cuatro paredes de barro en un pueblo colgado de un precipicio en Vilcashuamán, y que esta vez no nos iba a demostrar lo contrario. Tienes razón, me dijo. La operación terminó y él salió bien de ella. en el mundo todo estaba casi igual. Era él quien había dejado de tener próstata. “Para lo que me puede servir a mi edad”, me dijo.

El segundo cáncer lo agarró a los 73 y para entonces yo ya estaba en Lima. Tuve el extraño privilegio de verlo arrugarse de miedo en una cama de hospital y de llorar días antes de la operación que lo devolvió a la tierra sin estómago. Para entonces era un hombre que ya había perdido del todo la necesidad de demostrarles a sus hijos algún tipo de fortaleza y se entregó a todo lo que le tocó vivir con la actitud replegada de un animal asustadizo. Lo vi temer mucho, lo vi quebrarse. Lo vi desamparado cuando tenía que enfrentar las noches solitarias en el hospital, presa de la ansiedad ante lo que podría pasar en el quirófano. Vi los tubos salir y entrar en su cuerpo; las condiciones en que tuvo que permanecer inmóvil, enfrentando el dolor. En su miedo abierto pude descubrir el mío, y en silencio me juré no llegar jamás a esa edad.

La edad que tengo ahora que escribo esto.

Antes de esa operación de doce horas y alto riesgo, papá y yo tuvimos una larga conversación en el hospital público en el que lo atendieron porque mi hermana médico trabajaba allí. Me quedé con él hasta la noche y hablamos largo rato de ambos, de los años juntos aunque incomunicados como dos extraños, de la casa que compartimos, y fue ahí que me reveló que nunca antes en su vida se había cagado tanto de miedo. Nos dijimos cosas tremendas, cosas que ambos intuíamos pero que esa noche, ante la posibilidad de su muerte, nos animamos a verbalizar y también nos abrazamos con la desesperación de dos amantes ante la ligera sospecha de que ese pudiera ser el último abrazo que nos diéramos. Mi padre había leído días antes el manuscrito de mi primera novela. Le había dicho a mi mamá, con algo de ceremonia, que ya podía irse al otro lado del mundo porque se había enterado del “tipo de escritor” que sería su hijo, pero al poco tiempo de decir eso se arrepintió. En un momento de aquella noche me recordó que siempre se había resistido a contarme su vida, pero me dijo que si salía vivo de esta operación me la contaría toda si yo consideraba que valía una novela. Le dije que sí. Y nos despedimos. Me dijo que si se no salía de la sala de operaciones le prometiera que contaría esa noche, y las anteriores, como había hecho Philip Roth con su padre en “Patrimonio”. Y que no mintiera. Le prometí que así lo haría.

Los días siguientes a la operación fueron aquellos en los que descubrí de verdad el cuerpo de mi padre. Y de algún modo fue que me acerqué al cuerpo que tengo hoy. La flacidez de su carne, la inexistencia de sus glúteos, la palidez cetrina de su piel y el repliegue de su sexo. Cuando salió de todo el proceso, cumplí mi promesa y empecé a escuchar su vida entera con un nudo en la garganta: su infancia analfabeta en los Andes y su adolescencia a la intemperie, su viaje penoso a Lima y la serie de humillaciones que tuvo que atravesar para convertirse en mi padre. Con esos insumos me aboqué a la experiencia de escribir un libro de ficción con la historia de un personaje llamado Andrés Mendívil, un tipo que experimentaba los hechos de su vida pero a través de mi piel y de mi sensibilidad; una vida intermedia entre la de él y la mía; en lugar en el que por fin tanto mi padre como yo ocupábamos un mismo espacio, y conversábamos. El ejercicio me obligó en todo momento a imaginarme como el niño que él fue, que viviera con mi sangre su desarrollo a la adultez. También reforzó la imaginación de que mi vejez iba a ocurrir a imagen y semejanza de la suya.

Sin embargo, mientras iba soltando el libro sobre el hombre que nos contenía a los dos, empecé a sentir con claridad que existía un resto de sentido muy grande que no podía abordar con la ficción, una zona que se resistía al trabajo de la imaginación y que anidaba en la vida real del hombre que me había contado su historia y que había dejado de ser para mí un extraño. Con el tiempo, cuando ya había terminado aquella novela y empecé a escribir otras más, me di cuenta de que estaba obligado a escribir otra historia de mi padre, esta vez sin ficción. Una historia sobre lo que él había sido en verdad. Una historia que no terminaba con un episodio escogido para cerrar un libro sino con su desaparición física. Con su muerte real.

Es sobre el proceso de esos últimos años de su vida, y de las conexiones entre esta y la que yo he vivido, ahora separadas por dos hombres distintos, que va este libro. Sabía que para escribirlo era necesario que él no estuviera en el mundo, pero no sospeché que iría dejándolo a la deriva entre un proyecto y otro porque la vida me sobrepasó. Algo en mi vida no me dejaba alinear ese libro de no ficción que empezaría a contar los primeros síntomas de la futura muerte de mi padre. Algo me impedía encararlo. La vida y el lenguaje establecen un vínculo que siempre será un misterio para un escritor. Hay un momento en que el momento en que te encuentras y lo que piensas escribir convergen. Y las palabras brotan con cierta naturalidad. Después de la muerte de mi padre me volví padre de dos niños, edifiqué una casa y vi cómo se vaciaba de la  vida de ellos hasta quedarme casi completamente solo. Ahora que han pasado veinte años de que él se murió, con un hijo lejos de mí y posiblemente empeñado en construir un destino que tire por los suelos el que yo me pude dar, enfrentado a la misma edad y a los mismos miedos de mi padre en los años en que esta historia empieza, es que me siento listo para astillarme de nuevo escribiéndolo. Empezaré por contar la primera vez que un médico me dijo que tenía la misma enfermedad que lo acosó a él cuando escribía mi primer libro en los Estados Unidos.

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