Fundación FILBA

  1. EN
  2. ES /

Archivo

 Para hacer bien el amor hay que venir al sur

Mezcladito

Para hacer bien el amor hay que venir al sur

Por Diego Erlan

En Bariloche, la ciudad emblema del desenfreno y exceso adolescente escritores y escritoras compartieron historias de sexo y juventud. 

Pensaba refutar, en principio, el título de esta mesa que lleva como título el estribillo de una canción de Rafaella Carrá. Me explico: soy de Tucumán y la disputa entre norte y sur se da en todos los planos, incluso en este de hacer el amor aunque el amor, como escribió Fogwill, ya estaba hecho antes de nuestra llegada. Admito, sin embargo, que en algún resquicio de nuestra imaginación adolescente, el sur (o la ciudad de Bariloche en particular) fue en algún tiempo un lugar fascinante, un territorio donde podía hacerse realidad ese paisaje sensual donde se mezclaban sexo y desenfreno. ¿Ocurrió algo de eso en mis viajes? 

No fueron muchos. Con este van cuatro. 

Veamos. 

La primera vez que vine a Bariloche fue en el viaje de egresados de séptimo grado. En unas cabañas que tenía el colegio. Sólo me acuerdo algunos detalles puntuales: el frío descomunal que pasamos en esas cabañas de mierda, el mate cocido infecto que tomábamos en el desayuno, la gloriosa cancha de fútbol once y la figura de Chu Feng Chao, un compañero de origen coreano enorme, buen tipo, bastante tímido, una persona que no podía manejar ni su cuerpo ni su fuerza. Era tremendamente efectivo en las cuentas matemáticas y en clase se pasaba horas haciendo unos dibujos alucinantes que provenían de una infancia educada por el manga. Quizás por eso, por la influencia estética del manga, lo que recuerdo de él en ese viaje a Bariloche fue el momento en que empezó a perseguir con un cuchillo de carnicero al coordinador del viaje, un veinteañero insufrible que —sospecho ahora— dedicaba esos días a hacerle bullying a Chao. Fue una escena indeleble. Rambito, el coordinador, corriendo desesperado por la cancha de fútbol, perseguido por un Chao al que ninguno de nosotros, desde luego, podía ni quería frenar. Por entonces creíamos en la justicia. 

La segunda fue en el viaje de egresados de quinto. Un grupo de veinte amigos nos separamos del contingente de la promoción (un centenar de individuos cuyos nombres prefiero no acordarme) porque decidimos ir al cerro en vez de ir, como el resto, al centro. Esa era la grieta en aquel año de discusiones. Decidimos cortarnos solos. El panorama mejoró cuando conseguimos que viajara con nosotros una promoción de un colegio de chicas. La perspectiva de un viaje desenfrenado empezó a rondar por nuestra imaginación onanista. Como suele suceder fue bastante menos desenfrenado de lo que esperábamos, seguramente por incapacidad nuestra aunque debo decir que algún romance clandestino mantuve con una chica que estaba de novia, pero el romance no transcurrió durante el viaje sino después, ya de vuelta en Buenos Aires. Un amigo terminó en pareja con una chica de aquel grupo. Ese mismo amigo tuvo un romance clandestino, a su vez, con la misma chica con la que después salí yo, clandestinamente, incluso de mi amigo. A ninguna serie adolescente le falta en su argumento este tipo de amores cruzados.

El tercer viaje fue en verano, bastante tiempo después en una casa que alquilamos con mi chica frente al lago Gutiérrez. Fue la primera vez que tuve sexo real en Bariloche. Eran noches de vino y sexo. Y perros que ladraban fuera de la casa: cientos de perros que rodeaban el lugar y aúllaban como si se despidieran de algún integrante de la jauría. Una de esas noches escribí en un anotador una historia, o el esbozo de una historia que al final nunca terminé, sobre un hombre que golpeaba la puerta de esa casa, de noche, y nosotros no atendíamos.

La cuarta y última vez, hasta ahora, fue esta, que me llevó, a su vez, a acordarme de un viaje imaginario a Bariloche a través de una novela. Era adolescente. Por entonces no tenía guita para comprar libros y aprovechaba las ofertas en la feria. Libros por dos pesos en el stand de Ediciones de la Flor. Podría haber comprado algunos clásicos pero en esa época sólo quería leer historias que tuvieran sexo, drogas y un poco de rock. Así compré La curva de la risa, de Daniel Ares, seducido por un paratexto que acentuaba estas características. Su novela abordaba, justamente, el desenfrenado universo de los viajes de egresados y retomaba la experiencia del autor como guía de estudiantes en Bariloche. Según leí después en una frase que parece una campaña de márketing, el libro fue sacado de circulación abruptamente por presión de los que lucraban con el negocio de los viajes de egresados. 

Sexo y desenfreno, entonces, era el tema de esa novela. Y es el tema que nos convoca esta noche.

Más archivos Diego Erlan