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Lecturas para empezar
Fiesta de disfraces
Por Valérie Mréjen
Categorías cotidianas que se invierten, expectativas que se chocan con realidades, ruido, desbordes, excesos y las ruinas del día siguiente. Todo eso puede ser una fiesta. Seis autores de distintas partes del mundo escriben sobre la mejor/peor fiesta a la que fueron en sus vidas y nos invitan a revivirlas.
Es una fiesta de disfraces. El anuncio causa efecto porque es muy colorido y festivo: nos divertiremos mucho y representará un paso más en el juego de la fantasía. Pero en seguida vienen el dolor de cabeza y la dificultad. Habrá que estar a la altura, con inventiva, creatividad. Es un poco como un examen. Por cierto, es un concurso. Querremos hacer una entrada que se note y mantener esa impresión fuerte durante el desarrollo de la velada. El asombro no deberá debilitarse ni ser destronado por los otros invitados que vayan llegando. Habrá que conseguir el premio al mejor disfraz, sorprender a todo el mundo comenzando por uno mismo.
No se puede no jugar el juego: sería dar prueba de pobreza de espíritu y falta de imaginación. Pero tampoco le podemos confiar la tarea a quien alquila disfraces. Sería hacer trampa y es convencional. Hay que fabricar algo uno mismo, un disfraz efímero apropiado para la ocasión. Hay que tener una máquina de coser, saber usarla; también tener un poco de tiempo.
Mientras tanto, en el ropero, hay jeans de todos los días, ropas funcionales: nada demasiado excéntrico. Con el paso del tiempo, la experiencia terminó por enseñarme a elegir lo que me quedaba mejor y a dejar de lado ropas que, sin lugar a dudas, eran incompatibles con mi modo de vida y mi morfología.
Doy un vistazo: camisas y suéteres, pantalón azul, pantalón negro, un poco de colores vivos, pero nada que pueda funcionar para carnaval. Un vestido arreglado, pero no es tampoco un disfraz: es un vestido arreglado.
En el fondo del ropero, en alto, tengo algunas ropas y accesorios todavía nunca utilizados: una faja de kimono traído de Japón, una capa de tul bordado que encontré en una feria de antigüedades con la certeza, ese día, de que hacía un negocio, piezas dobladas que esperan su momento con, por compañeras, algunas bolitas de naftalina. Un top con motivos florales completamente pasados de moda, una media falda larga de lentejuelas, un vestido de lana, que desempolvé en un mercadillo, y que pica y da calor. Si paso la velada con eso puesto, corro el riesgo de asfixiarme y oler a transpiración. ¿Y los zapatos de charol bien seventies, lamentablemente, medio punto demasiado chicos? Me los pruebo y constato que mis pies sobre todo no se han encogido.
Está esa blusa floreada en tela sintética que encontré en un mercado y la llevé puesta todo el verano al borde de la piscina, como una bata sobre el traje de baño. En ese contexto estaba bien, práctica y a la vez liviana, apenas un poco fuera de tono, pero aquí no tiene más el mismo sentido. Va a parecer la parodia del ama de casa, delantal de la abuela.
El tiempo corre. Si no, tengo pañuelos y algunas joyas de fantasía. Me voy a anudar un chal con flecos a la cintura, un pañuelo en la cabeza, agregar un gorro de esquí y ponerme muchos colgantes. Espero solo que los otros invitados no vayan a insistir en saber de qué me he disfrazado. No es un concurso, no rendimos un examen. Y yo, ¿te hago preguntas?
La fiesta desbordada, Buenos Aires, Filba Internacional 2018