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Biografías apócrifas

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Biografías apócrifas

Por Eduardo Abel Giménez

Filbita 2018: Las historias que nos cuentan
(AUTO) BIOGRAFÍAS APÓCRIFAS
Contar el cuento de quiénes somos no es lo mismo que escribir una biografía. ¿O sí? El autor leyó en el festival este texto escrito a partir de la propuesta de contar sus propias vidas, pero en una biografía apócrifa.

Buenas noches.

Antes de iniciar la narración de mi vida debo decir que provengo de una familia de aventureros. Mis antepasados fueron pioneros y exploradores, almirantes y corsarios, astronautas y montañistas, científicos locos y artistas ambulantes.

Alguien con mi apellido participó en la expedición de Amundsen al Polo Sur. Se lo ve en una vieja foto, el segundo de una hilera de cuatro hombres, casi irreconocible por los gruesos abrigos y el granulado de la imagen.

Alguien que aún no tenía mi apellido pero aparece en mi árbol genealógico acompañó a Colón en el primero de sus viajes. Trepó a los mástiles muchas veces, convencido de que iba a ver el fin de un mundo, hasta el día en que descubrió el comienzo de otro.

Alguien de una rama paralela fue a la Luna, instaló una pequeña bandera y se dejó ver a la distancia por millones de terrestres asombrados. Otro trabajó en una sonda espacial que logró imágenes de astros aún más remotos.

Una tatarabuela sugirió a Julio Verne dos o tres de sus novelas, basada en experiencias personales. Un bisabuelo se adelantó a Edison en la invención del gramófono, y renunció a la gloria por la mujer que amaba. Una tía lejana participó en el robo más grande de la historia de Inglaterra, y nadie lo supo, jamás, fuera de nuestra familia.

Algunos de mis ancestros avanzaron con Roca hacia un desierto habitado, y otros de mis ancestros lo vieron llegar y lucharon contra él. La fiebre del oro alcanzó a distintas generaciones, desde la búsqueda de Eldorado hasta los fríos de Alaska. Las historias de Marco Polo no habrían llegado a nosotros sin el sacrificio personal de un miembro de mi familia. Stanley y el doctor Livingstone jamás se habrían encontrado en el corazón del África de no ser por el milagroso sentido de la orientación de uno de los nuestros.

Mis parientes estuvieron a bordo de barcos cargados de esclavos, como capitanes y como involuntarios pasajeros. Se dedicaron a extrañas actividades en Transilvania. Construyeron ferrocarriles en sitios inhóspitos. A uno lo secuestraron extraterrestres y regresó para contarlo.

Mi padre vivió en Groenlandia, en Sudán, en Indonesia. Mi madre acompañó a Hillary y a Norgay en la conquista del Everest (o Chomolungma, como ella prefería llamarlo en perfecto tibetano). Mi padre inventó un sistema para sobrevivir a un cardumen de pirañas. Mi madre descubrió once especies de arañas venenosas, todas las cuales llevan su nombre. Mi padre tenía siempre un arma bajo el brazo, incluso mientras dormía. Mi madre no quería separarse de su botella de vodka, que solo usaba con fines medicinales.

Y aquí, querido público, es donde entro en el relato.

Desde pequeño aprendí que se debe avanzar antes que retroceder, luchar antes que rendirse, correr riesgos, apostar fuerte. Ser, más que valiente, temerario. El día de mi nacimiento, mi padre partió a dar la vuelta al mundo en globo. Cuando cumplí un año, mi madre descubrió cavernas en lo profundo de Siberia que se extendían por mil quinientos kilómetros.

Cuando tuve dos años mis padres me entregaron a una tía para proseguir sus aventuras. A partir de entonces, jamás olvidaron enviarme una tarjeta anual para que supiera dónde estaban, qué nueva empresa acometían, qué límite dejaban atrás.

Durante mi educación primaria en una escuela de pueblo, hubo parientes que lucharon en guerras injustas, volaron al interior de un tornado, construyeron máquinas esquizofrénicas. Mientras yo avanzaba sin obstáculos en un colegio secundario, a cada momento alguien de mi familia exploraba el fondo del mar, salvaba a los gorilas de la extinción, descubría tribus nunca contactadas y aprendía curas para misteriosas enfermedades.

Decidido a estudiar para contador público, encontré dificultades por la necesidad de trabajar mientras cursaba: los múltiples intereses de mis padres, y el hecho de que rara vez estuvieran a menos de diez mil kilómetros de distancia, les impedían enviarme dinero. Abandoné la carrera y empecé a trabajar en el mostrador de un banco.
Allí permanecí treinta y dos años llenos de emoción, ya que periódicamente oía noticias de mis primos, desde los trapecios más altos, los laboratorios más secretos, las fronteras más inestables.

Me casé con la secretaria del gerente de mi sucursal, quien comprendió y compartió, intensamente, el valor de la historia familiar. Con el tiempo compramos una casa y tuvimos dos hijos, a quienes instruí personalmente en los elevados estándares de nuestra familia. Ya de bebés tuvieron acceso a los archivos de fotos, las enciclopedias, los libros de viajes en que se mencionaba a quienes nos habían precedido en la tarea de dejar huella en este mundo.

Adopté el hábito de reunir los recortes de diarios que hablaban de la parentela, y durante décadas nos sentamos cada sábado, por la tarde, a leerlos juntos.

Hablar de la vida de mis hijos llevaría más tiempo del que tengo asignado, de manera que ese tema quedará para otro momento.

En cuanto a mí, ahora que las décadas han ido quedando atrás, las canas cubren mi frente de nieve y los ojos ya no ven con la nitidez de otros tiempos. Pensar se ha convertido en un laberinto. Las noticias del mundo exterior se fueron espaciando de a poco, como pasos en un teatro que va quedando vacío.

Sin decirle a nadie, elaboré mi proyecto final y fui reuniendo lo necesario para llevarlo a cabo. De noche, a solas, evitando que me vieran, partí a regiones inexploradas y sin nombre todavía.

Sabrán comprender, entonces, que no participe en esta prestigiosa mesa a la que tan amablemente me ha invitado la organización del Filbita. Es que ahora estoy allá.

Muchas gracias.

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