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Bitácora
Apuntes para una teoría de esta escalera
Por Rodrigo Fresán
Durante esta intensa semana literaria, no sólo se habló de literatura, sino que también se produjo. Seis escritores fueron a realizar una experiencia particular dentro del marco del Festival y escribieron sobre eso. En este encuentro se leen los textos que se gestaron. Rodrigo Fresán y Carolina Sanín escribieron sobre su residencia en la casa de Victoria Ocampo.
Lo primero, claro, es la escalera. La angulosa escalera de esa foto en la que aparecen todos tan derechos y escalerados y fundacionales.
Pocas cosas más fotogénicas que un escalera, pienso, viendo la foto de esa escalera colgada en una pared junto a la escalera de esa foto.
La foto de ellas y de ellos en la escalera que es como una versión local y comprimida (pero adelantada en el tiempo) de aquella otra foto en la portada tan culta de uno de los discos más importantes de la historia. La foto que es como si fuese la foto de la Banda de los Corazones Solitarios de la Sargento Victoria.
Ahí están, de nuevo y para siempre, en la escalera que, en verdad, es lo que importa.
La escalera de una casa es como la sonrisa de una casa y --de pronto y de golpe-- ya me descubro pensando en sincro con lo que piensa esta casa, con lo que recuerda esta casa.
Porque uno de los fotografiados en la foto de la escalera de la casa es el español Ramón Gómez de la Serna: el cosechador en serie de greguerías, esa sub-especie de aforismo de personalidad juguetón e ingeniosa. No ha faltado, por supuesto, el irresponsable que postule que Gómez de la Serna inventó el tweet y todo eso. En cualquier caso, las greguerías son cosas del tipo "La luna es el ojo de buey del barco de la noche" o "Lo más importante de la vida es no haber muerto".
Mi recién alumbrado "La escalera es la sonrisa de una casa" (podría añadir "y los escalones son sus dientes") no creo que esté a la altura de lo del español; pero uno hace lo que puede y nadie es perfecto y jet lag.
De venida, en el avión, un relámpago impactó en un ala del Airbus (más greguería personal: ¿el relámpago es la firma de Dios?) y, supongo, eso también contribuirá a la fatiga que provoca el tiempo en reversa: la diferencia horaria, la mentira de esas horas extras que, en verdad, son horas que no se ganan sino que se añaden al cansancio de la aceleración y la distancia.
Cortázar --quien no aparece en la foto, porque seguramente por entonces andaba tomando otra casa o pensando aquellas "Instrucciones para subir una escalera"-- postuló esa especie de greguería que es "Ser argentino es estar lejos". De ser esto cierto, la súbita proximidad de la Argentina para un argentino lejano como yo, siempre es un tema a considerar y a tratar con el cuidado con que debe manejarse una materia volátil, inestable, de modales impredecibles y de carácter incierto.
Pero la escalera ayuda.
La escalera --el pasamanos de la escalera-- es siempre un sitio al que agarrarse para no caerse.
Y subir.
O bajar.
Porque la escalera que se sube no es la misma que se baja. ¿Debería rebautizarse a las escaleras que se descienden con la palabra noescalera?
"La escalera de caracol es el ascensor de a pie", postuló también Gómez de la Serna.
Y siempre me pregunté el por qué si hay ascensores no hay descensores.
En cualquier caso, subo por primera vez esta escalera que no es de caracol, porque las rectas se imponen a las curvas (¿una escalera de babosa sin caparazón?) y en la que, también, posó un Borges joven y robusto y quien aún veía. Y pocas cosas causan más no inquietud pero sí una especie de asombro que las fotos de Borges joven. El Borges que, está claro, ya es Borges pero que aún no es borgeano. El Borges persona que todavía no se ha reescrito como personaje, como personaje de Borges.
Así que ahora estoy en esta casa que miré por primera vez cuando era chico (cuando ya quería ser escritor y ya escribía pero todavía no era escritor) sin saber en verdad lo que era. Lo que era la casa, no lo que era yo. Yo ya sabía qué era yo. Yo ya me leía a mí mismo como a alguien que quería escribir cuando fuese grande.
Seguramente, mi primera visión de la casa de Victoria Ocampo fue en alguna excursión escolar a la otra casa: a la que está enfrente y a la que da el balcón de mi habitación. La casa que es un réplica exacta de aquella en la que se exilió Don José de San Martin, en Boulogne Sur Mer, agotado ya de la Argentina y de la idea de ser argentino. Y --saliendo al pequeño balcón y viendo esa estatua crepuscular en la que el Libertador aparece acompañado por dos niñas que, la verdad, me recuerdan un poquito demasiado a las mellicitas muertas de The Shining-- me pongo a respirar preguntas sin mucha memoria. ¿Merceditas era el nombre de una de ellas? ¿Dominguita? No, Dominguito era el de Sarmiento, creo; y alguien debería escribir algo acerca de la insistencia de la figura infantil en la historia patria, ¿no? ¿El Tamborcito de Tacuarí era otro de ellos? (Y pensando en niños pienso en mi hijo de doce años que ya no lo es tanto y a quien sus amigos apodan El Mago de las Escaleras, porque las baja a toda velocidad con movimientos parecidos a los de Michael Jackson con su moonwalking, y espero que no se caiga mientras yo estoy lejos y fuera y...)
Pero, ¿desde dónde me persiguen y me alcanzan estos nombres, aquí y ahora? ¿Será influencia de esta casa? ¿Y no es algo muy patrióticamente perverso el homenajear a un exiliado --a un prócer en fuga-- con la construcción de una réplica exacta de ese santuario al que se encontró tan lejos justo en el sitio al que nunca se quiso o al que jamás se pudo regresar y al que lo acabaron importando en formato cadáver sin consultar nada aunque no más fuese vía médium?
En cualquier caso, está claro que en el ADN del barrio, campea cierta personalidad protocolarmente agresiva. Están todas esas embajadas conversando en el esperanto de la diplomacia que alguna vez fue el idioma francés. Y se sabe que Victoria Ocampo mandó a hacer esta casa (ah, tener el poder de mandar a hacer una casa como quien hace una cama) casi pura y exclusivamente para hacer volar por las aires las líneas afrancesadas y clásicas de las mansiones del lugar. Cubos blancos rompiendo la constante de vericuetos grises y amarillentos. Tiene su gracia: la provocación de arquitectura racionalista para provocar el irracionalismo en los vecinos. "Temían que semejante adefesio les estropeara el naciente Palermo Chico. Yo estaba enamorada de la casa", recordó Victoria Ocampo años después a la vez que aseguraba que las pirámides de Egipto serían “un insignificante poroto” comparadas con lo que alzaría en este sitio. Sitio en el que ahora me derrumbo por fatiga de materiales y súbito incremento de millas aéreas en mi programa de viajero más o menos frecuente y...
Mejor me acuesto un poco, me acuesto un rato.
Uno siempre se miente que se va a acostar a descansar cuando en realidad se acuesta a leer.
Leer --sigo en modo greguerístico-- es la forma más trabajada del sueño.
Leer es soñar con los ojos abiertos.
Abro un libro que traje conmigo y pienso en los seguramente millones de personas que, cuando empacan para viajar, jamás consideran al libro algo tan importante como el cepillo de dientes o --de un tiempo a esta parte-- al cargador de ese teléfono móvil e inteligente que cada vez los inmoviliza y los idiotiza más y mejor para peor. Ese libro o libros que uno demora tanto en escoger sopesando diferentes posibilidades hasta dar con la que considera ideal y perfecta para la ida y el durante y la vuelta.
En este caso, la elección no fue difícil.
Edmundo Paz Soldán --también invitado al festival-- me trajo un nuevo ejemplar de Ada, o el ardor para ver si esta vez sí puedo leerlo (es el único libro que no he leído de Nabokov y nunca puedo pasar de la página 50 y no es porque no me guste lo que leo sino porque vaya a saber uno por qué). Y el otro es de Anne Carson, también invitada al FILBA.
Abro Ada --una de las más grandes novelas con/de casa, la casa en Ada se llama Ardis-- y lo cierro casi enseguida.
De nuevo. Otra vez será, otra vez volverá a ser.
El libro de Anne Carson se titula Red Doc y lo empiezo por cualquier parte y leo: "La prosa es una casa, la poesía es un hombre en llamas / corriendo muy rápido a través de ella".
Y, seguro, subiendo las escaleras. O bajándolas, pienso.
A las pocas horas de haber llegado a la casa de Victoria Ocampo ya he subido y bajado esas escaleras muchas veces. Tal vez demasiadas.
Se supone que esta casa se reestrena estos días, reconvertida en residencia para escritores cortesía del Fondo Nacional de las Artes. Es decir: casa donde pasar unos días y escribir algo. O pensar en escribir algo cuando se salga de la casa.
Pero yo no hago otra cosas que subir y bajar la escalera.
Yo me la paso contemplando la vista desde arriba o desde abajo. Ubicando exactamente qué escalón le corresponde a cada uno en la foto. Comparando el cactus de la foto con el cactus que hay ahora (me dicen que el cactus no es el mismo de entonces, pero que la maceta sí).
Tal vez --me digo-- habría que cambiar la etiqueta y categoría y rebautizar a todo el asunto como "residencia para escaladores". O para "escalerizadores".
En mi habitación no hay televisor. Excelente noticia. Durante mi última visita a Buenos Aires --alojado en un hotel-- cometí el error de encenderla para intentar conjurar el cambio de hora y alimentar la paradoja de despertar el sueño.
Error.
Fue como abrir una ventana a un lugar donde la gente gritaba todo el tiempo y repetía, como un mantra, la palabra "boludo".
Ahora todo es calma y quietud; pero la puerta del viejo armario (me avisaron que los muebles escogidos se corresponden con el estilo de los muebles que alguna vez hubo y que, en ocasiones, hasta siguen siendo los que hubieron) no deja de abrirse.
De abrirse sola.
Me levanto de la cama y la cierro y me acuesto y vuelve a abrirse. "Alguien quiere salir del armario", me digo. Y, claro, sí, inevitable: el orgullo y el convencimiento de que me ha tocado el cuarto --que alguna vez fue el vestidor de la señora de la casa-- con fantasma. Y --sigo pensando en la oscuridad-- no deja de tener cierta lógica que lo que alguna vez fue un vestidor tenga un armario fantasma y no la vulgaridad previsible del fantasma de una aristócrata con gafas de armazón blanco y cristales negros.
Pensando en estas cosas, me duermo recordando aquel personaje de John Cheever que tiene el poder de saber quién pasó por todos los colchones en los que se acuesta y los "lee" como si se tratasen de agendas.
No es mi caso.
Sueño que subo y bajo y me caigo por escaleras estilo Piranesi o escaleras estilo Escher. Y, en el sueño, me pregunto cuál es la diferencia plural o singular entre decir escalera y escaleras y cuál será la manera más correcta de decirlo.
Y, ah, Stevenson soñó la trama completa de Dr. Jekyll y Mr. Hyde y Coleridge los versos de "Kubla Khan" y James Cameron el argumento para Terminator.
Yo, en cambio, sueño con estas cosas.
Así me va.
Me despierto pensando en que no he dedicado ni una línea a la otra escalera de la casa (la escalera de los fondos y más angosta y acaso más tímida) que, hay que decirlo, no está nada mal. Pero que no fue fotografiada.
Es una escalera que se cayó y se calló.
Tal vez --como acto de reparación histórica-poética-- todos los escritores que de aquí en más visiten la casa deberían fotografiarse allí para generar una nueva y posible leyenda.
Buena suerte a todos ellos.
La suerte que he tenido yo de pasar y subir y bajar por aquí.
Me pidieron que escribiese algo corto y no sé si esto es tan corto como se suponía que debía ser. Mis disculpas. Corto es más difícil que largo. Siempre lo dije y vuelvo a decirlo: escribir largo es como leer, escribir corto es como escribir.
Y aquí me voy, ya casi de salida.
Pensando en que las mejores casas embrujadas son las casas embrujadoras. Me explico: no esas casas en las que uno se queda a vivir sino las que se quedan a vivir en uno. No las poseídas sino las que poseen. No esas fáciles y automáticas casas fantasmales de las que no se puede salir sino las contadas y exclusivas mansiones que se quedan dentro de nosotros para que las podamos visitar en cualquier momento, aunque estén lejos, para siempre.
Pero todavía faltan unas horas para eso: para que yo me vaya de aquí, para que este aquí se venga conmigo a Barcelona.
Así que decido aprovechar a fondo el poco tiempo que me queda.
Voy a subir y bajar algunas veces más esta escalera y, esta vez, me llevó mi lap-top conmigo.
Sépanlo: escribo estas primeras últimas líneas sentado en el escalón donde alguna vez se paró Ramón Gómez De La Serna y, seguro, se le ocurrió eso acerca de una escalera.
Si no hice mal mis cálculos, es el escalón número cinco si se empieza a contar desde abajo y el número dieciséis si se termina de contar desde arriba.
Pero yo siempre fui muy malo para contar números.
Por eso --pienso-- es que hace ya muchas escaleras opté por dedicarme a contar letras ordenadas en oraciones.
Las oraciones son las escaleras de un libro, no me dicta De la Serna aunque yo lo sienta así.
Esas escaleras que se leen bajando, de arriba a abajo, pero que --al final de todas y cada una de las páginas-- vuelven a subirse para seguir descendiendo, siempre, hacia lo más alto.
Allá vamos.
Aquí voy.
Aquí viene o vienen.
Cuidado con las escaleras, piensa uno.
Cuidado con las personas, piensan las escaleras.
Buenos Aires, Filba Internacional 2018