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Bitácoras del virus en Rosario

La revista literaria rosarina REA ha hecho una edición especial con textos de autores rosarinos que, en forma de bitácora, narran sus percepciones ante este contexto. Acá nos prestan tres que iremos compartiendo con ustedes de a uno entre el 23 al 25 de abril.

Textos de Julia Enríquez, Beatriz Vignoli y Adriana Briff y Pablo Makovsky. 

Todos moriremos en Hollywood
(Otra zapada)

Beatriz Vignoli y Adriana Briff

CORO 1. Adriana
(Desde San Francisco)
Me despierto en el silencio de las 5 de la mañana. Ayer fue un día raro. Gente en la calle, matrimonios grandes, mujeres paseando perros y señores musculosos y bronceados corriendo por la Bahía. El agua sigue calma. Ayer los sonidos eran demasiados para imaginar una pandemia. Ayer, en las calles, vi el virus de clase pasearse al sol. Este virus invisible “te achicharra los pulmones” dijo un doctor español, con la voz cortada del dolor y su acento de España Sur. A la clase trabajadora, a la que el virus ha parado, congelado en su economía, le ha ya achicharrado el bolsillo.

Entonces al desnudo, al descubierto, el esqueleto social sale al sol como un mapa de la injusticia. Los ricos pasean mientras que el obrero, el migrante, el trabajador en situación de precariedad, mira con horror el paso lento de las horas. Atrapado en ese reloj de arena, sin manos para invertir el tiempo, se
pregunta “cómo sobreviviré”.

Llevamos una semana.
La torpeza y la bestialidad se han visto en los negocios que venden armas. Y se cierra el país, si el virus avanza, si el desabastecimiento llega a los negocios y los pobres en la desesperación toman las calles, ellos ya tienen la respuesta.
Disparar.
La gran potencia ha desarrollado la síntesis de que esa es la lucha de clases. Concreta, bestia y literal como el presidente que han elegido para acortar la vida de las plantas, de los bosques, de la tierra que tan generosamente nos sigue alimentando.

En el misterio de la incertidumbre me pregunto si el virus será nuestra dialéctica superadora, nuestro aliado para construirnos y liberarnos de la opresión de las bestias.

Entonces vuelvo al día de antes de ayer, cuando desde un celular, llegaba tu energía y escribíamos a cuatro manos, por el Golden Gate, guiadas por los pasos de Dante.
“Bien puesto su nombre” nos dice la Bea. “Dante y Virgilio hacen su viaje chamánico y se encuentran a Beatrice en el supramundo”.
Atravesamos el puente caminando. Con una mano recorto el espacio para que los ciclistas y los largos brazos que Dante aletea al rugir de los autos, no sean un conflicto. Un ciclista percibe el gesto y sonríe agradeciendo con la cara. 
Me pregunté tantas veces, al cruzarlo en mi auto, los domingos a la tarde, volviendo de Mill Valley: “¿Cómo se puede querer tanto a un puente”? El Polaco Goyeneche canta a viva voz: “no te olvides de mí, Grisel, Grisel”, dos lobos de mar se hunden en las aguas profundas y los pasos de Dante atraviesan la luz.

Una nube enorme sostiene el cielo azul. Desde el sur, los rayos de luz destellan el color del puente. Naranja como los atardeceres, como el fruto de los jugos que protegen, como esa clase obrera sentada haciendo equilibrio, en los años de la depresión con sus magros almuerzos. Vuelven a reír ahora con sus dientes malogrados, sus ropas enormes y arrugadas, sus manos recias de
callos y metales.

Ha parado el mundo. El espacio vuelve. Las dimensiones se atraviesan.
Seguimos caminando unos minutos más antes de volver a ese lugar que imaginamos seguro después de lavarnos las manos.

“¿Cómo se puede querer tanto a un puente?” Y ahora, mirando la infinitud escucho la voz de Bea que me dice “no es un puente, es un portal”.

CORO 2. Bea
(Desde Rosario)
“¿Te acordás del silencio?”, le pregunto a E. en medio de la luz del mediodía.
Sentí el silencio, ¿lo oís? Hace cuarenta años, cincuenta años, los domingos tenían este silencio. No sé si era igual, pero yo siento la misma sensación. Un silencio profundo.
Dice E. que no se acuerda. Yo en realidad no sé si lo recuerdo. Sé que la sensación se parece. Dice E. que yo estoy “reviviendo” aquel silencio. Me gusta la palabra. No es recordar, es revivir. Había kioscos de revistas, los domingos. Había restaurantes. Había más que ahora y sin embargo aquella profundidad de silencio es la misma en mi cuerpo. Un silencio que había olvidado. De repente vuelve. “Ha parado el mundo”, escribe A.

Con E. vamos por el barrio buscando comida. E. me presta 80 pesos para terminar de pagar las provisiones de la granjita: la hermandad de las pobres, el día a día de las pobres, el ruido de la pobreza en el cerebro, mi rutina de los últimos 35 años.
Había silencio antes. El silencio ha vuelto. He vuelto a caminar por una calle por donde pasaba 35 años antes. No reconozco la casa que visitaba entonces pero la zona en general sigue igual, como si el tiempo no hubiera pasado. La granjita se sostiene, es idéntica a sí misma. Las costumbres de la granjita tienen la misma amabilidad del siglo pasado. Me fían sin conocerme. Les compro queso. La palabra “lácteos” aún no existe. La granjita es un túnel del tiempo, por donde entro al siglo pasado. ¿Será un portal?

Como los chamanes del antiguo México, A. percibe corrientes de energía. Siente que el espacio ha vuelto al mundo y yo siento que ha regresado el silencio. El mismo que había a nuestro alrededor cuando la profesora de Filosofía nos explicaba el espacio y el tiempo según Kant, y yo saltaba de alegría como si estuviera en un recital de rock.

El puente Golden Gate es un puente y es un portal. Las dos cosas. Depende en qué dimensión estés percibiendo. Gate significa portal. Mi viejo lo pronunciaba como se escribe. Un chiste: el gato de oro. Nos reíamos. Mi viejo estuvo ahí, mi madre también, la madre del amor de A., también. Todos quedaron de este lado, aún en esta orilla.



Insulina y cigarrillos
Pablo Makovsky

De mi abuela Antonia, mi abuela rusa –que en realidad era ucraniana–, recuerdo sus pañuelos de seda cubriéndole la cabeza; el paso decidido cuando entraba a la casa de Paysandú por el portón de rejas del costado y abría la puerta de la cocina: si estaba mi padre le hablaba en ruso, parada contra la mesada. Recién cuando terminaba ese protocolo en jerigonza que duraba unos segundos, torcía el rostro para mirarnos y sonreía, como si otro ser descendiera sobre ella.
Pero lo que más recuerdo es la cajita de acero quirúrgico que guardaba mi tía Sofía, donde estaba la jeringa con la que le inyectaba insulina. Antonia murió a fines de los 70, de modo que esos recuerdos pertenecen a una era previa a las jeringas y agujas descartables. Entonces, una jeringa era menos un dispositivo para inyectarse insulina que un objeto precioso: un cilindro de vidrio transparente con su escala de mililitros y su émbolo de vidrio esmerilado, coronado por el apoyo del émbolo de un color azul tornasolado, lo mismo que el anillo de retención del cilindro contenedor. El pivote, en la otra punta, también de vidrio esmerilado, recibía el pabellón preciso de la aguja metálica, que sobresalía como un mástil y largaba en el biselado unas gotas claras y plateadas. En esa jeringa y esa aguja corría algo más que insulina: había algo así como un resplandor industrial y titánico que se proyectaba sobre el cuerpo ya viejo y frágil de mi abuela como diciéndole “Acá llega la maquinaria médica a salvarte el pellejo, y lo hará clavándote su bandera de acero en tus venas desvencijadas”.

Y estaba la cajita de acero quirúrgico, claro, que la tía Sofía me regaló cuando me convertí a la diabetes. Fui el único heredero de ese patio trasero familiar que recorría mi abuela hablando en ruso. Спасибо.

Conversión

A principios de los 90 trabajaba en un canal de televisión de San Nicolás. Me atendía una médica de apellido Malizia en un consultorio en calle Ameghino, a unos metros de Rivadavia. Malizia observó los análisis que me había hecho Silvia –mi tía política, que entonces aún tenía su hermoso laboratorio sobre avenida Francia, en Rosario–, y me dijo que tenía diabetes, que no me convenía hacer paracaidismo, deportes de alto riesgo y hubiera seguido la lista si no la interrumpía para decirle que el mayor riesgo entre las actividades que practicaba en esos días era no entender del todo los textos de George Steiner que había empezado a leer. 

La diabetes, entonces, era un discurso, una conversación con la cajita de acero quirúrgico de mi abuela, con ese legado biológico, ya que no había aprendido nunca la lengua materna de mi padre. Era cantado que no tenía mucho que hacer con la doctora Malizia. 

Por esos años aún componía canciones y cantaba en una banda que se llamó La Mecedora e intenté escribir una serie de canciones bajo el título general “Insulina & cigarrillos”, de la que sólo quedó “Lumbre”, a la que Robbie Kawano le puso esa música mínima y meticulosa, que desfila entre la milonga, la zamba y la balada. Dedicada al cigarrillo, dice el estribillo: “No me ha quitado el cigarro lo que no me ha dado la salud. Cuando yo ya me haya ido, tu humareda me traerá. Más estrellas dio tu luz que la noche del sur”.
La diabetes, en ese período de conversión, fue una metáfora antes que la enfermedad: ausente de mis orígenes rusos, veía en ese mal que hasta ahora sólo me había enflaquecido un encuentro. Lo que sea que mi abuela haya traficado en esas charlas en ruso, mis moléculas ahora estaban imbuidas de su eco épico y revolucionario. Да здравствует революция.

Sangre

No sé cuántos de mis parientes se habían percatado de la enfermedad de la abuela Antonia, para mí había sido durante unas dos décadas la mujer de la caja de acero quirúrgico a la que Sofía le aplicaba insulina todos los días, y como si ese recuerdo se materializase ahora y cobrara una forma palpable, yo podía estirar la mano y acariciar el acero relumbrante de una caja, como quien extiende la mano hacia un cofre que guarda un tesoro secreto. 
Por esos años también miramos con mi esposa toda la filmografía del gigantesco Vincente Minelli, entre ellas Some Came Running (Como un torrente, o Dios sabe cuánto amé, 1958), que es por razones que no vienen al caso, una de mis preferidas. El personaje de Frank Sinatra es un escritor que no pudo volver a escribir una página luego de publicar dos libros, vuelve de la guerra y aterriza en su pequeña ciudad natal, en el medio oeste estadounidense. Lleva a Shirley McLane, una prostituta neoyorkina a quien enamoró borracho y cuando despierta, en el Greyhound en el que viajó, encuentra a su lado e intenta deshacerse de ella (es acaso uno de los mejores papeles de McLane en toda su carrera y uno de los personajes más entrañables que vi en mi vida). Sus días en el pueblo transcurren en largas jornadas de poker y alcohol y su mejor amigo es Dean Martin –dicho sea de paso, ¿quién no querría a Dean Martin de mejor amigo?. Un día hay una gresca con disparos y Sinatra y Martin resultan con heridas menores. El médico, tras revisarlos, les dice que está todo bien, pero retiene a Martin –quien durante casi toda la película no se quita el sombrero– y le dice que tiene diabetes, que le conviene dejar de beber, no comer azúcar y abandonar el cigarrillo, a lo que él responde: “Gracias, doctor, usted siga haciendo su trabajo, yo haré el mío”.
Me resultó soberbia esa escena. No sólo porque Martin hacía lo que yo estaba haciendo (ignorar la enfermedad, dejar arrumbada allá atrás esa zancadilla biológica y continuar con lo que tenía entre manos), sino porque el diagnóstico que acababan de tirarle al personaje de Dean Martin era una condena que, a diferencia de los otros personajes, él había sabido rechazar del mismo modo que rechazaba sacarse el sombrero incluso cuando se afeitaba.
Fue un tiempo en que me cruzaba todo el tiempo con personajes diabéticos en las películas (incluso en The Witches –1990–, de Nicolas Roeg). Pero la revelación llegaría con el estreno de la tercera parte de El Padrino (1990): el coma diabético de Michael Corleone no sólo replica la hospitalización de Vito Corleone en la segunda parte –por lo tanto su encarnación–, también la enfermedad le da a Michael la “excusa” de confesarse con el papa Juan Pablo I, a quien le cuenta que asesinó a su hermano, y una hipoglucemia convierte una tira de caramelos redondos en la santa hostia. La diabetes –sobre la que escribí, ni bien me enteré de mi enfermedad, a un amigo que entonces vivía en un país vecino: “I’m through with sweet days”– era también eso: el fin de los dulces días, pero para saborear una amargura sustancial, “fundamental y fundamentada”, como quería Ernst Jünger de la tristeza.  
Faltaban muchos años y muchos cigarrillos para que la diabetes deviniera enfermedad y cuarentena.



Te estabas hablando a vos en el futuro
Julia Enriquez


Querido sistema
inmunológico:
te escribí un poema
bardeándote un poco
y me protegiste
durante un mes
en tres países de riesgo.

De ahora en más debería
agradecerte en cada texto.

Es muy loco extrañar 
esta ciudad
estando en esta ciudad.

A veces son tus amigxs
lxs que tienen 
el ánimo, otras sos
vos y se lo van
pasando.

Como siempre sobreviviré
a base de frases:

Acá no endiosando nada
por primera vez en la vida.

“Ningún sentimiento es el último”.

Ha llegado la hora
de la micropolítica.

Viendo lo hermoso más hermoso 
y lo horrible más horrible,
no es una claridad a 
subestimar 
ni desagradecer.

Me pidieron una playlist
y obvio que empieza con
“It’s the end of the world 
as we know it
(and I feel fine)” 
de R.E.M. 

Como esos cursos 
de autosuperación 
que señalan: 
negación, confusión, 
enojo, tristeza, 
resignación,
¿en qué parte de la ruedita
te despertaste hoy?

“La poesía es el gran arte
de la construcción de la salud
trascendental”.

Ya era terrorífico
el cuerpo,
tenés tu pequeña
invasión
para cuidar.

“Escucharse a unx mismx
desde una íntima extrañeza”.

Un reci de Antolín
de pieza a pieza.

“Moriremos de somatizar”
me dijo la Alejandra
hace un rato.

Ahí voy hacia mi primera sesión 
de análisis por teléfono.
Que el lenguaje sea conmigo.

Ay por favor todo menos 
preguntarme ahora 
qué estrategias 
adoptamos con la editorial.

“Igual hay gente que 
no extraño ni en pedo, 
tampoco tanto”
dice Lydia.

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DDA @diegodeaduriz
31 mar.
se hacen las filósofas

Estar preocupadx
por algo con límites definidos
es un lujo en estos días.

Ejercicios de paciencia,
un piluso que diga Alberta.

Di un abrazo y sentí vértigo.
Pienso: lo que va a ser volver de esto.

Como con cualquier otra idea,
si lo pienso un poco más 
me desdigo.

El único estado que existe,
estar volviendo
de alguna parte, siempre
como en un trance, de frase
en frase.


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Beatriz Vignoli
Beatriz Vignoli Blotta es novelista, ​​ poeta, ​ periodista, traductora y crítica de arte.​​ Nació en Rosario, el 29 de enero de 1965. Publica sus poemas desde 1979. En 1991, comenzó a colaborar en la sección Cultura de Rosario/12, donde actualmente es crítica de Plástica y Literatura.

Adriana Briff
Nació en la ciudad de Rosario.  Egresada de la Facultad de Comunicación Social de Rosario. Trabajó  en el diario Democracia a fines de los años 80. Emigró a San Mateo, California en 1989. Colectora de palabras, publicó sus escritos en la Revista Brando del diario La Nación, en Urbanave, revista de contracultura de la ciudad de Boedo. En Estados Unidos, tiene una columna en el diario digital  Hispanic.la. Ha publicado notas de contratada en el diario Rosario 12. Madre de un adulto con autismo, su vocación es caminar por la calles y sacar fotos de la vida, con palabras.

Pablo Makovsky.
Soy diabético, como Michael Corleone. Escribí La vida afuera (2000, EMR) y San Nicolás de la Frontera (2010, EMR). Trabajo como periodista en medios gráficos y en radio. Mi experiencia laboral más feliz fue la docencia en escuelas secundarias. Nací en Paysandú en 1963. Viví en San Nicolás y resido en Rosario, donde hace 22 años tuve una hija y hace doce, un hijo. Intento llegar al fondo de mí mismo en bicicletaAborrezco las redes sociales y tengo un blog, Apóstrofe. Como escribió el irlandés, “qué cosa admirable la educación, pero conviene recordar cada tanto que nada que valga la pena aprender puede ser enseñado”.


Julia Enriquez. Nació en Rosario en 1991. Es traductora en inglés. Cursa la carrera de Filosofía en la Universidad Nacional de Rosario. Publicó Futuro brutal (Un ninja sin capucha es un poeta, La Plata, 2011), Nuevas pesadillas (Ivan Rosado, Rosario, 2012) y Ambulancia improvisada (EMR, Rosario, 2014). Poemas suyos forman parte de la antología 30.30, poesía argentina del siglo XXI (ES, EMR y CCPE/AECID, Rosario, 2013) y es coautora de la selección de la antología 53/70, poesía argentina del siglo XX (ES, EMR y CCPE/AECID, Rosario, 2015). Desde 2010 dirige el sello editorial Danke. Eterna estudiante, se publicó en 2019 por Iván Rosado.