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3 jueves = un cuento

De nuestro LAB de Escrituras

3 jueves = un cuento

En noviembre de 2023, Alejandra Kamiya dictó, en el marco del LAB de Escrituras, el taller "Tres jueves = un cuento", en el que los participantes escribieron un relato de cero en tres encuentros.
Compartimos aquí "Raquel", de María Luna de la Cruz* y "La panza de los escarabajos", de Rita Zampardi*, surgidos en el taller.

Raquel

El novio de mi tía Virginia estaciona frente a la residencia de ancianos. Todavía pienso que puedo no bajar, no ir a verla. Mi tía se da la vuelta y me mira desde el asiento de adelante:
- Ya sé que estás nerviosa, pero ella no te va a reconocer.
- ¿Cuánto tiempo tengo? -pregunto, porque sé que están apurados.
- Máximo media hora -dice el novio de mi tía.
Me tomo unos segundos para respirar profundo otra vez, y me bajo del auto. Toco el timbre de un portón pequeño, y por la ventana se asoma una mujer. Tiene el pelo recogido y uniforme azul de enfermera. Me sonríe.
- Soy la nieta de Raquel -le digo. El portón suena y lo empujo para abrir. 
Tengo 42 años y es la primera vez que entro a una residencia de ancianos. Estuve en cárceles y psiquiátricos, pero nunca en una residencia de ancianos.
Doy la vuelta a la casa para buscar la entrada, y encuentro un hombre sentado junto a la puerta. Es muy viejito y lleva el torso desnudo, no tiene camisa ni dientes. Come con la mano urgentemente. Lo saludo, pero no me escucha, o no me mira. No sé.
Entro directo al comedor. Es mediodía, y hay más ancianos sentados en mesas, comiendo su almuerzo. Los miro uno a uno, pero no veo a Raquel. Me pregunto si podré reconocerla.
La mujer con uniforme de enfermera está ahí, sirviéndoles la comida. Vuelve a sonreír, y le digo:
- ¿Dónde está? Es la primera vez que vengo…
La mujer me guía por un pasillo, y me pregunta si soy hija de Virgina. Le digo que no, soy la hija de Alejandro, el hijo de Raquel que murió. Creo que no me entiende bien. Llegamos a una puerta pequeña, y se detiene:
- Espera aquí -me dice, y entra. Escucho que habla con Raquel, le dice que tiene una sorpresa, y luego me llama para que entre. Yo respiro profundo otra vez, y entro.
La abuela Raquel está sentada al borde de la cama, con un tenedor y un plato de comida: arroz, ensalada rusa y chorizo.
Está muy encorvada, su pelo lacio y teñido de un negro que no reconozco. Veo sus labios pintados de rojo intenso, eso sí es como antes. Y sus ojos, también son como antes.
Ella me mira, no dice nada, y sigue comiendo. La mujer que usa uniforme de enfermera se va.
- Abuela, soy Luna, la hija de Alejandro -y me acerco a darle un beso. La siento muy chiquita y liviana. Habla despacio y bajo, dice algo de ser parecida a una madre. 
- ¿Que soy parecida a tu madre? 
- No, sos parecida a tu madre -dice ahora con voz fuerte.
Hay olor a pis. Me siento en un sillón junto a la cama, está lleno de ropa pero un borde queda libre.
Enfrente de la cama hay una cajonera baja. Encima, un montón de portarretratos, uno al lado del otro. En todas esas fotos ella está con David, su segundo marido. Ahí la veo como la recuerdo: con su pelo teñido de rojo, corto y con rulos artificiales. Todas sus ropas llevan dorado y brillan.
Raquel se casó con David hace más de veinte años, en el registro civil de un pueblo de Salta. Papá fue uno de los testigos. 
David era australiano, y no hablaba español. Nosotros no hablábamos inglés. Raquel tampoco. Papá hacía mímicas y decía las pocas palabras que conocía en inglés para entenderse con él. Mi hermana Manuela se podía comunicar un poco mejor,  y nos traducía a todos. Después fuimos a comer empanadas a un restaurante del pueblo. No veo a Raquel desde ese día.
Unos meses después del casamiento, mi papá murió. Papá tenía 44 años, yo 22, Manuela 20, y mi hermano Juan 9. Raquel no vino al velorio, ni al entierro, tampoco nos llamó por teléfono. Dicen que estaba con David viajando en una casa rodante, y que recibió la noticia por teléfono. Después de escuchar, se metió en la casa rodante y durmió siete días. Siete días sin parar. Cuándo se levantó dijo que el norte no existía más, nunca más, para ella. No volvió a nombrar a papá, y nosotras no la vimos más.
Raquel está callada, come, y creo que no tiene dientes. Le cuesta un poco, y se resbala algo de comida por sus labios. Señala el ropero, y me indica con pocas palabras que le alcance un pañuelo para limpiarse la boca. Tiene mucha ropa. Ayer mi tía me contó que cuando vació el departamento de Raquel, un piso 20 entre las calles Florida y Tucumán en Buenos Aires, regaló 22 cajas de ropa. Yo imagino esa ropa llena de adornos dorados, brillos y encajes. 
También veo que tiene varios libros en portugués y español. Mi tía dice que se los roba a los vecinos de cuarto.
- Tenés muchos libros - le digo.
- Si muchos, y en inglés. Yo siempre estoy leyendo. Y leo en inglés, aunque no lo hablo muy bien. Pero porque voy hablarlo bien, soy argentina, no? Pero David está aprendiendo español ahora que vivimos aquí, ya sacó un certificado.
David murió en Buenos Aires hace más de 5 años, y nunca aprendió español. Ella viajaba por el mundo antes de conocerlo, y también después con él. Pero él murió en Buenos Aires.
Mi mamá decía que Raquel tenía muchos novios que conocía en sus viajes. Novios más jóvenes que ella. Yo no conocí a ninguno, sólo a David, ese día que se casaron.
Cuándo mi hermana y yo eramos chicas, Raquel venía a Salta para navidad. Nos traía las botellitas de champú y crema de enjuague que le daban en los hoteles. Y los jabones. A nosotras nos encantaban esas cositas extravagantes de algún país lejano. Pero mamá se enojaba con ella, no le perdonaba a su suegra que no pueda quedarse cerca, y se fuera a tomar café sola en medio de los encuentros familiares.
Para navidad también venían mis tíos y primos que llegaban en una camioneta Ford 100 llena de barro. Venían de Formosa, atravesaban todo el Chaco. Mis cuatro primos viajaban en la caja de la camioneta que sus padres llenaban de colchones.
Durante esos días de navidad familiar, los primos y nosotras dormíamos todos en nuestra pieza.  En las noches nos encerrábamos y juntábamos los colchones para no tener miedo. Era el momento de una gran pasión nuestra: hablar de los secretos familiares. Lo que cada uno sabía eran las piezas de un rompecabezas que intentábamos armar cada año. 
Los secretos trataban de muertes. Ningún adulto nos hablaba directamente de las muertes, ni de los muertos. Pero nosotros queríamos saber sin preguntarles, no vaya a ser que papá o los tíos se pusieran tristes.
El secreto que más nos gustaba era sobre el abuelo Cacho, el primer esposo de Raquel, el padre de sus hijos. El murió en un buque con petróleo que se prendió fuego en el Río de la Plata. Papá tenía 9 años, el tío 12, y la tía Virgina 3. 
Teníamos la versión de que el capitán se enfermó y el abuelo fue su reemplazo. También escuchamos que un capitán no puede abandonar nunca a su tripulación. Nuestro abuelo, se quedó hasta el final, hasta que explotó el buque. El cuerpo de mi abuelo fue encontrado un mes después en el río.
Nosotros lo imaginábamos al abuelo sonriente, lindo, joven, como a veces contaba Raquel. No había fotos de él. Jugábamos a que  aparecía vivo en una isla perdida, así, cómo si nada. Sobre todo, jugábamos a que estaba vivo, y que ese cuerpo, encontrado un mes después, no era él. 
También tratábamos de entender, o nos hacíamos las preguntas que no se podían hacer a los adultos:.¿Será por la muerte de su marido? ¿Será por esa muerte que la abuela Raquel hace esos viajes sola en cruceros a lugares exóticos? ¿Será por eso que no quiere que nosotros vayamos a su departamento cuando visitamos Buenos Aires?
La abuela comienza a hablar cada vez más. Hace chistes, y nos reímos juntas. Me cuenta algo de un trabajo que dice tener. Dice que se peleó con los jefes porque son unos corruptos. 
- Igual que los políticos que tenemos.
Habla en presente, cómo si estuviera pasando ahora, como si estuviera en Buenos Aires, como si David siguiera vivo. Ella habla, y cada tanto se detiene para dar un bocado a su comida. Le queda poco. Se le mete el pelo en la boca, y me acerco cuidadosamente. Lo recojo hacia su oreja. Toco su piel, es suave, blanda, tibia. 
- ¿Y vos qué haces? -me pregunta.
Yo le cuento. Sobretodo remarco la parte de que “me casé y vivo en Europa”. Creo que eso le va a gustar, le va a parecer importante.
- Entonces tenés una buena vida -me dice, sus ojos brillan otra vez.
- Si, tengo una buena vida. Y tengo esta vida, en parte, gracias a vos -me sale decirle.
- ¿Gracias a mi? ¿por qué? -dice arrugando la frente.
- Porque le diste la vida a mi papá, y mi papá me la dió a mi.
Deja el plato de comida vacío en la cama. Me mira, vuelve a sonreír y dice:
- A ver si ahora nos unimos más, aunque vivas lejos.
- Sí abuela, voy a verte la próxima vez que venga.
El novio de mi tía se asoma por la puerta, entra y sale en dos segundos. No dice nada, pero entiendo que ya pasó media hora. Raquel me dice:
- ¿Quién es ese? 
- El novio de Virginia, tu hija
- Creo que él me quiere… - dice, mientras pone la cabeza hacia un lado. Yo creo que piensa es el ex marido de Virginia.
- Te quiero mucho abuela- le digo, y la abrazo. Se siente bien tocarla.
Ahora ya sé el camino de regreso. Abro el portoncito, y salgo. Me subo al auto, y el novio de mi tía arranca.
- Creo que sí me reconoció.

*María Luna de la Cruz, y nació en Salta (Argentina) en agosto de 1981. Estudió Antropología en la Universidad de Salta. También es profesora y entrenadora de yoga, y doula. Vivió ocho años en Quito, Ecuador, y hace cuatro que vive en Lisboa, Portugal. Escribía poesía de niña y adolescente, y esta pasión despertó otra vez hace dos años. Actualmente escribe, es el fueguito que la salva..

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La panza de los escarabajos
 
Si mañana finalmente me fuera a Entre Ríos, seguro tendría que pensar en los mosquitos
y en el protector, en el agua, la humedad, los baldes y los besos; tendría que decidir con
quién dejar a las plantas y cómo combatir los caracoles a la distancia, pedirle a
Margarita que venga a hacerme la cama cuando se deshaga y que sacuda los
almohadones para que no se acumule el tiempo; tendría que explicarle cómo funcionan
las canillas, cómo controlar la indecisión de mi ducha y cómo lavar las toallas sin
mojarlas. No sé si me voy a ir a Entre Ríos. Hace calor, a la noche frío y está lleno de
ciénagas y sirenas nocturnas. Sirenas fangosas que brotan de la tierra mojada y tiran
besos al aire sin dejarte pasar. Las hojas son más verdes, el aire es denso y el tío Juan
solo dibuja duraznos en su cuaderno de papel sepia. Se hamaca en la silla mientras
cuenta de cien a cero. Solo hace eso. A veces escupe el piso pero de manera chiclosa,
sin impulso. Cuando nos trepábamos a los árboles juntos, cantábamos la canción de los
niños pájaros que bailan con el agua y cagan encima de todas las personas que se paran
en la esquina izquierda de Avenida de Mayo y 9 de Julio:  Niños pájaros, picos con
dientes de bebés, / en las manos, plumas azules y verdes /  cruzan nadando en el aire /
meneándose  y meándose / para tirar bolas de mierda / en pasajeros del centro

Nuestras voces masculinas rebotaban en los árboles, entre los duraznos que Juan
recolectaba, y volvían a nuestro oídos como ecos. Guardaba sus tesoros en frascos para
que conservaran mejor su piel aterciopelada. Y los miraba mientras se pudrían, para
dibujarlos con un lápiz chiquito de tanto sacarle punta: solo lo cambiaba cuando llegaba
a los tres centímetros. Cada tanto, elegía un durazno y lo dejaba al sol: adoraba ver
cómo las hormigas se comían la dulzura que supuraba. Todavía tengo el dibujo del que
retrató esa tarde de octubre, debería devolvérselo. Cuando llegue a Entre Ríos, lo
primero que voy a hacer es mirar al tío Juan, escupir, guiñarle el ojo y regalarle esa
copia del durazno podrido, para que la cuelgue en su ventana con las demás. Así están
hechas las cortinas de su casa: hojas y hojas papel sepia, una debajo de la otra y al lado
de la siguiente, pegadas con cinta. Los rayos del sol se filtran y van deteriorando de a
poco el color del papel y de las siluetas de la fruta. Para disimular el paso del tiempo,
Juan renueva alguna de las copias por dibujos nuevos, o simplemente las cambia de
lugar. Una vez me dijo “las cortinas son como la marea, ¿ves?”.
En Buenos Aires hablamos de palomas en vez de pájaros… Y las odiamos, nos dan
asco, se acumulan entre edificios hacinados y tenders en el balcón. En Entre Ríos no. Es
como si llamarlas pájaros cambiara su condición. Son iguales, pero no cargan con el
maleficio de estar en la ciudad. Acá, se alimentan de restos, de basura, del agua que
emerge de las cloacas y que nosotros también pisamos. Siempre me detengo en la
esquina de las avenidas, sobre todo en 9 de julio y Avenida de Mayo, a contar la
cantidad de palomas que, en ese preciso momento, consumen con una devoción
desesperada el veneno de la calle. Me imagino el recorrido que hace el agua hasta llegar
a su pico. Me da una arcada, pero me acuerdo que yo también estoy rodeado de humo,
alcantarillas, radiaciones y otras palabras amenazantes que ya no recuerdo. Además, soy
un fumador convencido. Entonces me río y vuelvo a casa a pensar en mi partida.
El tío y Margarita seguro que se llevarían bien. Podría invitarla y decirle a ella que se
ocupe de llevar el repelente, el protector y los besos. Pero no creo que su hermana la
deje ir; tampoco sé si quiero compartir la postal ensalivada de Juan. Su boca brillante
con burbujas en los labios. Y el durazno dibujado siempre de la misma manera, como
un calco que se repite en distintos momentos del día.
Si mañana me tomara el tren y me fuera Entre Ríos, seguro que llegaría una hora antes a
la estación y me quedaría en el kiosco, apoyado contra la pared sucia y mis bermudas se
llenarían de ceniza y pis. El puestito de la estación hace ricos panchos. Quizás podría ir
a desayunar sin tomarme el tren… Pagar el ticket solo para pensar que me voy a ir,
comer una salchicha sumergida en kétchup y mayonesa y pensar en la llegada a Entre
Ríos, en el tío Juan esperando en la estación con su camisa verde perfumada y en la
gorda de la cafetería que fuma mientras mastica un chicle. 
También llamamos a todos los roedores ratas: no existen los ratones en Buenos Aires. Y
nos dan asco, están en la basura y transportan enfermedades letales. El otro día mientras
caminaba por el centro vi una rata y me enternecí; hasta quise llamarla ratón, esos
bichos fantásticos, de fábulas y regalos. La última vez que había viajado por la ruta,
había tenido que detener el auto porque una familia de ratones negros pero esponjosos
cortaban el paso. Me senté con el campo a mis espaldas para ver cómo cruzaban, uno
detrás del otro, acariciándose entre sí; expulsando un olor inconfundible a lavandas,
dejando sus huellas diminutas en el asfalto. El sol no era agresivo, el pasto suave me
decía palabras hermosas y la única pregunta que se repetía en mi cabeza era: ¿por qué
no había adoptado a la rata que había visto la otra noche en el centro?
Margarita ya debe estar viniendo. Seguro corre esquivando colectivos y bicicletas; la
ciudad tiene muchos obstáculos para una joven con solo dos ojos. Todos están
enfocados en su camino. Sería lindo moverse imitando los gestos de las personas que
viajan en otro vehículo. Es decir, los que caminamos manejaríamos volantes invisibles y
apretaríamos el pedal con fuerza; los colectiveros pedalearían e irían por la bicisenda,
mientras las motos pasearían a velocidad transeúnte por la vereda, esquivando baldosas
rotas. En fin… Margarita está caminando como si estuviese caminando. Debería
prepararle unas galletitas y pensar en cómo explicarle las manías de esta casa.  
Cuando esté en Entre Ríos no voy a querer que me llame. Su voz me va a hacer
extrañarla y automáticamente voy a tener que ir a comprar uvas. Y son caras las uvas,
sobre todo en Entre Ríos. Hay playa ahí. O sea, hay arena. Esa de la que salen las
sirenas fangosas. Creo que por eso quiero ir… Siempre las veíamos con Juan cuando
nos trepábamos a los árboles. Él decía que eran escarabajos peleándose para no caer en
esa arena movediza. Pero, sin que nos diéramos cuenta, aparecían los gusanos: estiraban
su cuerpecito, como una soga, y los dejaban enganchar sus cuernos. Y ahí era donde los
pobres bichos quedaban presos de su trampa. Salían, sí. No se morían ahogados en el
barro: pero una vez en tierra firme, los gusanos les abrían la boca para acobijarse en su
panza, vivir y comer sus tripas. Yo me asustaba y pensaba en los gusanos con disgusto,
pero seguía viendo sirenas. Este cuento me hacía acordar a las historias que me leían en
el colegio. Y a mí no me gustaba el colegio. Quizás por eso Juan y yo discutíamos tanto.
Mañana voy a agarrar mi valija para llenarla de ropa y de papeles. Pero seguro llueva, y
mi tren se estropee… Y aunque debería ir, los trenes que van a Entre Ríos no pueden
mojarse. 
Margarita está llegando. Voy a preparar un pancho con mayonesa y kétchup para
recibirla.

*Rita Zampardi nació en Buenos Aires en enero de 1998. Estudió Comunicación Social en la Universidad de Buenos Aires y participó de diversos talleres de escritura.