De chica quise ser aventurera. Lo logré con el periodismo, lo sigo logrando con los viajes, con mi apasionamiento por máscaras, y sobre todo con la escritura de ficción que me permite transitar e intentar comprender los mundos, reales o imaginarios. Me impresiona la cantidad de libros que llevo escritos, treinta. Este año se cumple el medio siglo (!) de la publicación de mi primera novela, Hay que sonreír. La última por ahora es La máscara sarda, el profundo secreto de Perón. Y están los volúmenes de cuentos (mi género favorito), ocho en total más uno casi completado, y los de microrrelatos. Y esa prueba de mi osadía que son los libros de ensayos, porque no tengo formación académica alguna si bien fui profesora de posgrado en las principales universidades de Manhattan. Me considero una escritora de los márgenes, de las fronteras, y lo acepto. Una outsider al mejor estilo Colin Wilson de mi juventud. Hace más de veinte años que volví a radicarme en Buenos Aires y me siguen preguntando si ando por acá. Está bien. Soy de todas partes y me siento cómoda así. Agradezco esas salpicaduras que afloran en los países más diversos: traducciones, tesis, antologías. En noviembre último sin embargo sentí que por fin tengo un ancla, cuando me dedicaron las generosas y emocionantes jornadas que llevan mi nombre y un título pertinente: “El vértigo de la escritura”.
